¿Por qué necesitamos entender qué es la doctrina del shock?

El “capitalismo del desastre”, como lo entiende Klein, es la instrumentalización política del miedo, la frustración y el dolor, y a su paso no deja restos humanamente rescatables.

Por Roberto Chuit Roganovich para Enfant Terrible

Milton Friedman una vez dijo:

“Sólo una crisis —real o percibida— da lugar a un cambio
verdadero. Cuando esa crisis tiene lugar, las acciones que se
llevan a cabo dependen de las ideas que flotan en el ambiente.
Creo que ésa ha de ser nuestra función básica: desarrollar
alternativas a las políticas existentes, para mantenerlas vivas y
activas hasta que lo políticamente imposible se vuelve
políticamente inevitable”.

La frase es clara en su enunciación y contenido, pero ambigua en su filiación y estrategia. En abstracto, no difiere mucho en la lectura que podría haber tenido en algún momento Gramsci respecto del rol de las organizaciones proletarias en las crisis capitalistas. El problema es cuando situamos a Friedman en un contexto histórico, cultural, ideológico y político específico. Quien mejor lo ha hecho es Naomi Klein en su libro La doctrina del shock. El auge del capitalismo del desastre.

Milton Friedman fue un economista norteamericano. Una vez galardonado con el Premio Nobel de Economía en 1976, se desempeñó como asesor de Ronald Reagan y Margaret Thatcher y fue el diseñador del plan económico del gobierno de Augusto Pinochet durante la dictadura de Chile. En su disputa eterna contra John Maynard Keynes -responsable en cierto punto del New Deal y del Estado de Bienestar de la posguerra europea-, Milton Friedman fue uno de los economistas más influyentes del mundo de la segunda mitad del siglo XX y, siempre según Klein, el impulsor de una forma peculiar de intervención sobre las economías de Estado que ha sido perfeccionada hasta el paroxismo en los últimos años del capitalismo internacional.

Esta forma de intervención consiste en aprovechar grandes momentos de zozobra y dolor nacional (producto de guerras, catástrofes naturales o crisis económicas) para que desde el poder político se lleven a cabo reformas tan profundas, tan severas y salvajes que permitan, en muy poco tiempo, desmantelar por completo las redes estatales. Así, el trauma nacional y el duelo popular en contextos de crisis, sumados a la suspensión de las reglas del juego democrático y a la neutralización de cualquier forma de resistencia, hacen políticamente posibles procesos acelerados de ajuste y recalibración de los mecanismos de gestión, control y protección de los Estados contemporáneos.

La receta no es demasiado compleja ni enrevesada: una vez gestada una crisis, y estando asegurada la suspensión momentánea del juego democrático y la neutralización de la resistencia popular, se procede tal y como Friedman le recomendó a Pinochet: con reducciones impositivas a los sectores concentrados del poder, con apertura indiscriminada del mercado, con privatización masiva de los servicios y con recortes drásticos en el gasto social, entre otras cosas.

Klein dice:

“Estos ataques organizados contra las instituciones y bienes
públicos, siempre después de acontecimientos de carácter
catastrófico, declarándolos al mismo tiempo atractivas
oportunidades de mercado, reciben un nombre en este libro:
capitalismo del desastre”.

Algunos de los ejemplos del “capitalismo del desastre” que cita Klein son trágicos. Las salidas políticas a lo sucedido en Nueva Orleans después del Katrina en 2005, en Sri Lanka después del tsunami de 2004, en Irak después de la invasión norteamericana, en China después de la masacre de la plaza Tiananmen en 1989, en Chile y Argentina después de sus dictaduras, son verdaderamente desoladoras. Ninguno de estos países, después de que se aplicara la “doctrina del shock” volvió a ser el mismo: algo en su fibra estatal profunda permaneció, a pesar de algunos intentos de recomposición, para siempre rota. Así, estos países (en su totalidad pertenecientes al tercer mundo) se convirtieron todos y cada uno de ellos en bebederos y manantiales desprotegidos del gran capital internacional.

Ahora bien, los episodios traumáticos que abonan estas “doctrinas de shock” no siempre están ligadas a procesos de carácter violento, como pueden ser las guerras o los desastres naturales. Muchas veces, como fue y es el caso de Argentina, pero también de muchos países latinoamericanos y africanos, encontramos que “devorados por la hiperinflación, y demasiado endeudados como para negarse a las exigencias que vienen de la mano de los préstamos extranjeros, los gobiernos aceptan los tratamientos de choque creyendo en la promesa los salvará de mayores desastres”.

El “capitalismo del desastre”, como lo entiende Klein, es la instrumentalización política del miedo, la frustración y el dolor, y a su paso no deja restos humanamente rescatables, puesto que procede con la conducta propia de la Roma de la Antigüedad, que terminaba por llamar "Imperio" a todo lo que acababa de convertir en ruinas.

Foto: Juan Cristian Castro/Enfant Terrible

II

La palabra "shock" en Argentina tiene otro sentido. La palabra no nos es ajena, puesto que circula con cierta vitalidad en redes sociales, en la boca de influencers y en los medios de comunicación. Pero en el debate público argentino, la palabra "shock" es una mera palabra, y no un concepto o categoría filosófica o sociológicamente construida. En nuestro país, una "política de shock" se suele entender espontáneamente como una batería de medidas con la capacidad de poner paños fríos sobre algún sector sobrecalentado y específico de la economía nacional: o la inflación, o el aumento de precios, o la pérdida del valor adquisitivo de las clases populares, o la disminución del consumo interno, etcétera.

En esta conjunción coordinante disyuntiva (esta 'o', que nos obliga a elegir un problema por encima del otro, pero nunca entendidos en su conjunto) se encuentra la trampa fundamental. Así, la "política del shock" se entiende y se explica en los medios argentinos como un conjunto de medidas dispuestas para resolver un problema puntual de nuestra economía.

Este sentido del concepto esconde, y tal como vemos en la investigación de Naomi Klein, dos cosas fundamentales: la primera, que ninguna de estas medidas se organiza con arreglo al bienestar de las mayorías populares; la segunda, que estas medidas se configuran en cadena, nunca solas sino de forma concatenada, como una cascada de intervenciones cuyo objetivo principal es la reforma total del funcionamiento general de los Estados.

Lo primero que tenemos que hacer, entonces, es recuperar la verdadera significancia de la palabra "shock", para advertir a tiempo su peligro. Y, a continuación, entenderla en su especificidad doctrinaria.

Foto: Juan Cristian Castro/Enfant Terrible

III

Son pocas las veces que Milei usó de forma pública la palabra "shock". Son más las veces que usó la palabra "tabula rasa" ("pizarra en blanco", en español) no sólo para referirse a su vínculo con las dirigencias de otros espacios políticos sino también para referirse a aquello que debe ser realizado con urgencia con el Estado argentino.

Las similitudes semánticas saltan a la vista.

No hay nada más valeroso en Milei -si es que en él hay algo de valeroso que la honestidad con la que se presenta y la transparencia de su plataforma electoral. Independientemente del golpe blando que hoy sufre a manos de Macri y sus aliados, y que pone en cierto peligro su programa de gobierno, lo cierto es que no falta ninguna advertencia sobre el programa de achicamiento brutal del Estado que propone: carterización de ministerios, suspensión de la obra pública, arancelamiento de la educación y del sistema público de salud; despidos masivos en dependencias estatales y precarización laboral; privatización de YPF, Arsat y centrales nucleares; apertura de importaciones y simplificación tarifaria a los sectores empresariales y grandes pooles de siembra; eliminación del cepo y unificación cambiaria.

En suma: más pobreza y más inflación en un contexto de desprotección estatal absoluta, ausencia del crecimiento económico, y transferencia radical de ingresos del sector público al sector privado, individualización hipostasiada del sujeto político y dinamitación de los mecanismos tradicionales de construcción de comunidad.

Foto: Juan Cristian Castro/Enfant Terrible

IV

En el 2015, antes de que Mauricio Macri pusiera un pie en la Casa Rosada, no había espacio político, por estratosférico que fuera, que no tuviese una caracterización medianamente acertada de las políticas que se avecinaban. No sólo eso sino que, en mayor o menor medida, quienes participábamos en política intuíamos, al menos a grandes rasgos, el orden de concatenación con el cual ciertas medidas iban a llevarse a cabo. La previsibilidad, fruto de la lectura política, y a pesar del alejamiento de las dirigencias partidarias y sindicales respecto de sus bases, nos había ofrecido cierta cintura de intervención en las calles.

El golpe definitivo, y que pocos esperaban, fue la deuda con el FMI, que terminó por re-activar un nuevo diseño de especulación, bicicleta y fuga (LEBACs y LELIQs) que hoy nos vuelve a colocar frente a las cuerdas.

Este 2023 nos encuentra, lamentablemente, tanto más golpeados: sin un salario promedio en dólares jerarquizado en la región, con un gasto abultado por la pandemia financiado a través de la emisión, con altas tasas de inflación, con aumento de la pobreza y la indigencia, con una reducción enorme de nuestro salario y nuestra capacidad adquisitiva, pero, sobre todas las cosas, y como no se había visto en los últimos años, sin capacidad de previsibilidad respecto de qué puede llegar a ocurrir, y con una crisis dirigencial abierta y un enfriamiento de la militancia activa.

Hubiese querido que este texto breve funcionase como una mera reseña de un libro interesante, como una expresión más de mi trabajo cotidiano con textos de filosofía y política.

No.

Este texto funciona, lamentablemente, como el eco de un futuro no posible, sino probable. De ahí su urgencia.

Y este texto no tiene ninguna validez dentro de las cajas de resonancia estabilizadas a las que estamos acostumbrados (nuestro grupo de amigos interesados por la política, nuestros gremios, nuestras redes sociales delicadamente curadas, nuestros grupos de trabajo). De ahí la humilde intención de la divulgación, como una botella al mar, con la esperanza de que llegue a quien hoy todavía se encuentra relativamente confundido.

Queda mucho por destruir en Argentina, prueba cabal de que en este país todavía hay cosas de enorme valor.

Existe tiempo, todavía, de recomponer una identidad de clase amplia, de ensayar nuevamente una articulación real y perdurable al interior del pueblo trabajador de donde emerjan nuevas tácticas, estrategias y dirigencias políticas, ampliamente representativas, para encarar con justeza y valentía el “shock” que se acerca.

Todavía no es muy tarde.

Depende sólo de nuestra capacidad de respuesta.

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