Llegué tarde a San Valentín

"El chongo más lindo del condado se había animado a hacerme la invitación. Me dijo que le deslumbraba mi inteligencia mientras pispeaba mi parte trasera. Yo sabía que era mentira, pero era de esas mentiras que dan gusto creerlas". Entre la reflexión y la narrativa, Wala Deasis cuenta cómo llegó tarde a San Valentín, desde la travesía marica de su vida.

Por Wala Deasis para Enfant Terrible

Foto: archivo Enfant Terrible

"la pasión me ha calado hasta los huesos, 

pero si hay algo que me va a quedar debiendo la vida 

es el amor que invento para otros".

Pedro Lemebel

El año pasado, a los treinta y tres años de edad, tuve mi primera cita de San Valentín.  Diez minutos antes del horario que habíamos acordado yo ya estaba ahí, y sin embargo, no podía dejar de sentir que había llegado tarde. Efectivamente: había llegado tarde a mi primera cita de San Valentín. Me hubiera gustado que ese tiempo de "amor" adolescente no me hubiese llegado a destiempo. Creo que parte de habitarse marica en este mundo, es llevar en el cuerpo un reloj que, cada tanto, se detiene y se aleja en una distancia planetaria del tiempo que transita cualquier heterosexual. 

Así como aquel momento del primer beso a un chico que, lamento no recordar, todas en el colegio se amontonaban a la hora del recreo para vociferar a boca de jarro que se habían chapado al chongo que les gustaba. Yo las escuchaba desde un rincón. A mí se me había pasado la hora de dar mi primer beso. Ahora, toda sonrojada, incómoda, fracasada, no puedo dejar de sentir vergüenza al decirlo (por favor, guárdenme el secreto).

Como decía, había llegado diez minutos antes a mi primera cita de San Valentín. El chongo más lindo del condado se había animado a hacerme la invitación. Me dijo que le deslumbraba mi inteligencia mientras pispeaba mi parte trasera. Yo sabía que era mentira, pero era de esas mentiras que dan gusto creerlas. En definitiva, a esta altura de la vida una ya va entendiendo que el lenguaje de los hombres difícilmente se acerque a nuestra verdad y aunque intencionemos con insistencia, aunque supliquemos de rodillas y prendamos velas al Gauchito Gil para que nos hagan el favor y los chongos aprendan un poquito de nuestro lenguaje de locas, eso muy escasamente se consigue. 

A la mayoría les da pavor abandonar su mundo seguro en tonalidades grises. Dan una probadita y se van. En cambio nosotras estamos siempre listas, si nos vamos a ensuciar que sea hasta cuello. Nunca a medias tintas. Por  eso y por tantas otras cosas más les sacamos ventaja. Porque vieron que una sabe más por marica que por vieja y a la larga termina dándose cuenta de que el otro, ese continente radicalmente diferente, siempre será un abismo, un pozo sin fondo al que habremos de arrojarnos si estamos dispuestas a afectarnos y del cual será casi imposible no salir un poco manchada. 

Así que yo me tiré encima del chongo de San Valentín que estaba como en oferta de temporada. Él conocía un poco de nuestro sabor a mariposas de estación – dios sabe cuántas maricas habrán nadado en ese océano – por eso no dudé en lanzarme a sus brazos de caballero de la noche sin importarme que el encuentro dure lo que dura un polvo en ese parque donde lxs putxs corrimos hambrientxs. Ese parque que conocí a los diecinueve años cuando pasé de ser un maricón del campo a vivir en la urbe. 

Como una novela de amor marica, mi primer beso en San Valentín fue en ese enorme bosque dantesco que a tantas de nosotras nos dio de comer de sus frutos. Froté mi mano acalorada en su entrepierna mientras, desesperado, él decía que se sabía libre, salvaje y perdido. Con ojos de gato montés miraba para todos lados preocupado de que alguien, algún vecino desprevenido que fuera a pasear su perro por allí, nos viera. Yo, transfigurada en oráculo de Delfos, disfrutaba de haber por fin develado sus lugares más avergonzados. Esa fue una de las últimas veces que lo vi. No solo llegué tarde a esa ficción del amor sino con ella, obviamente, a su fracaso.

Tal vez este relato les parezca a simple vista una manera de embanderarse con ese capitalismo afectivo que se anuda al 14 de febrero... pero la cosa no es tan simple. Hay complejidades. Déjenme decir que no creo en San Valentín. Hasta soy muy crítica del amor romántico y todas las violencias que se anudan a ese paradigma. Pero también creo que es necesario registrar el daño que nos hace la pose de superioridad moral en la que se suele incurrir. Esa pose que vigilantea gritando desesperadamente por la "deconstrucción afectiva" y que otra vez deviene en protocolos universales de comportamiento sin tener en cuenta las diversas maneras de funcionar afectivamente. El policiamiento de los modos de afectarnos que intenta estandarizar lo que se siente y al que todo pareciera darle lo mismo.

Hay diferencias, muchas diferencias entre lo que puede ser un límite personal, una imposibilidad social, una educación sentimental heredada, un deseo que es normativo para algunxs y que fue prohibido para otrxs

Porque mientras todxs se paseaban de la mano por la plaza del pueblo, a mí ningún hombre sería capaz de invitarme a tomar un helado. Yo estuve del otro lado de la avenida para quienes ni el amor tradicional había llegado. Por eso, ese San Valentín fue para mí una experiencia de justicia sexual y afectiva. Llegué tarde a permitirme sentir en esta época, en esta coyuntura, en estas contradicciones y contra toda normativa disfrazada de cordero. En definitiva, permitirme sentir, darle una probadita a aquello de lo que alguna vez me prohibieron comer. 

Somos el equipo de redacción de Enfant Terrible: el resultado de millones de años de evolución aglutinados en este irreverente existir.

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