En la mañana del martes 7 de julio se conoció la noticia que en la histórica Plaza San Martín de la Ciudad de Córdoba una mujer de 24 años embarazada de cinco meses falleció en la calle. Las imágenes que recorrieron los medios locales mostraban uno de los bancos principales del lugar público alrededor de bolsas de ropa. Los registros son aterradores y muestran la cruda combinación del frío y la desidia a la que son expuestos una mayoría
Por Agostina Baldacci para Enfant Terrible
La gran expulsión
Es histórica e incluso atraviesa una discusión cultural la existencia de ciudadanos privados de un techo. Existe una suerte de fobia a los cuerpos pobres y las discapacidades que no es nueva y en los últimos años se hizo más explícita.
El sábado pasado a las 23 horas un transeúnte que pasaba por el barrio porteño de Constitución quemó viva a una persona mientras dormía en una ranchada bajo la Autopista 25 de Mayo. “El horror no es nuevo: morir quemado es un miedo latente en las personas que viven en situación de calle” explica la periodista Paula Acunzo tras entrevistar a una decena de personas que viven en las calles porteñas, para el portal Cosecha Roja.
El reconocido arquitecto austriaco Christopher Alexander sostiene que las sociedades no toleran el espectáculo de la pobreza. Comentaba sobre una política aplicada en 2003 por el estado de Florida, Estados Unidos, la cual ordena a sus policías que arresten a cualquiera que sea sorprendido durmiendo o colocando afectos personales en un lugar público. Pues en muchos países la simple presencia de gente sin techo es ilegal.
En su libro el “Lenguaje de Patrones”, Alexander recomienda como una suerte de suavizante de la “herejía que constituye la presencia de sujetos privados de un techo”, disponer de bancos en el espacio público y crear habitaciones confortables donde el transeúnte pueda instalarse a echarse una siesta. En la realidad sucede lo opuesto. Dormir en público resulta intolerable para los ciudadanos. Acorde a lo que expresa la periodista suiza Mona Chollet “ninguna ley obliga a las ciudades a proveer alimento, techo o sanitarios a los ciudadanos que no tienen posibilidades o carecen de los mismos. Les piden que desaparezcan, y si pueden hacerlo sin dejar un cadáver hediondo, mejor todavía”.
Para habitar hace falta espacio
En el curso de los últimos años tuvo lugar un fuerte aumento de los precios inmobiliarios a escala mundial. En ambos lados del Atlántico la crisis habitacional pone en situación de riesgo a millones de personas. Pese a la dificultad de encontrar estadísticas precisas sobre la situación de calle, Chollet escribe que en Estados Unidos se multiplicaron las “ciudades carpas”, en Francia un total de tres millones y medio de personas pasan periodos más o menos extensos en la calle y la región de Hong Kong tiene los precios inmobiliarios más altos del mundo; sobre su población de siete millones de personas, entre cien mil y ciento setenta mil viven en “casas-caja” que son monoambientes de menos de diez metros cuadrados. Algunos cuentan con una cucheta enrejada de un metro cuadrado que se conoce como cama-caja donde apenas se estiran y tienen que hacer entrar todas sus pertenencias.
La posibilidad de tener trabajo siquiera garantiza que puedas tener un techo. Los jóvenes padecen al mismo tiempo el empleo informal o a “cuentagotas” y los alquileres más caros. En nuestro país acceder a un techo significa la devoración de la mitad del salario, contentarse con viviendas precarias e insalubres y a relacciones de violencia sexual.
En algunas personas propietarias la escasez de alquileres es una ventaja que reproduce un importante despotismo hacia las personas que son más pobres que ellos mismos. En 2008 la revista francesa Libération publicó una nota: Algunos propietarios se están aprovechando de la crisis y, en contra de la vivienda, ofrecen un nuevo tipo de trueque. En ella un alto funcionario contaba que ofrecía una cohabitación a cambio de relaciones sexuales.En una de sus declaraciones decía “Quiero que se paseé desnuda lo más posible. Que abra las piernas en el sillón para excitarme. No hay cláusula de frecuencia para las relaciones sexuales (...) quiero que limpie la casa y me planche la ropa”.
Todo esto se conjuga generando una sensación de impotencia para ocupar plenamente nuestro lugar como generación e incluso bloqueando la dinámica cultural de las generaciones, en donde se supone que los hijos llegados a adultos pueden “cobrar autonomía”, y aliviar el peso de los yugos económicos a sus padres.
La desigualdad es intergeneracional. Miles de jóvenes vuelven a la casa de sus padres y familias enteras vuelven a la casa de sus abuelos. A veces esto no es posible, las jubilaciones a las que acceden los adultos mayores son magras y no tienen posibilidad de acceder a un espacio. Tal como escribe el correntino Walter Lezcano “Mi vieja todavía no tiene casa./ No es que viva en la calle/ es que todavía no es dueña de ninguna/ de esas propiedades /que la gente llena de cosas inútiles /y les dice hogar … /Mi vieja sueña con su casa. /Creo que es lo único que la mantiene viva. Las desigualdades residen en el seno de cada generación más que entre las generaciones.
La pandemia mundial puso en el tapete la violencia de las desigualdades a la que la mayoría de la población mundial es expuesta. Las noticias que circularon durante la cuarentena pintaron un paisaje del horror. Los sectores más golpeados por la situación fueron los sectores pobres. La emergencia sanitaria que se produjo en los asentamientos y villas de la Argentina volvieron a demostrar la desidia en la que viven las personas en hacinamiento.
En Ecuador la cifra de muertes trepó números escandalosos (un 108% mayor que el promedio), la mitad se encontraba en condición de pobreza, y en las ciudades más importante la lucha a contrarreloj era para darles un entierro digno a los miles de cuerpos que yacían en las veredas más que paliar los contagios.
Todo esto nos lleva a preguntarnos ¿quién, exáctamente, aún tiene los medios para ser de este mundo?
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