«Matar es hermoso» es una obra que nos introduce en un hábitat violento y hostil cuyos protagonistas, Isidoro y la Puta, son la escoria de la sociedad, el descarte incómodo que el mundo ignora y desestima. Dos lúmpenes postpunk que deciden matar para vivir, y que provocan al mismo tiempo repulsión y aprecio, empatía y asco, identificación y aversión. En esta ocasión ir al teatro no será una experiencia cómoda ni amena, sino un torbellino de teatralidad viva que se llevará por delante nuestra sensibilidad, consagrando un deleite irresistible y plagado de ferocidad.
«Matar es hermoso» es una obra de teatro que nos introduce en un hábitat violento y hostil. Una pareja de marginados recurre al asesinato como único medio para subsanar el insoportable dolor de existir. En este contexto ficcional, la ley del más fuerte encuentra su expresión más descarnada, dado que la muerte se resignifica como la fuente más potente de goce y vitalidad.
Esta obra, dirigida por Elvira Bo, nos recuerda que el arte verdadero combate la ingenua expectativa de una experiencia edulcorada.
Gladiadores suburbanos de un mundo descarnado
Desde el primer instante el espectador comprende los códigos particulares de la realidad lúgubre que la obra presenta: un mundo salvaje e injusto que pone al descubierto los costados más oscuros de la condición humana. Al estilo de los policiales negros de Raymond Chandler o Frank Miller, se exhibe un descreimiento de toda muestra de humanidad y se exige el nihilismo anárquico como ideología privilegiada. Esta existencia miserable se materializa en Isidoro y la Puta, dos personajes disruptivos que ostentan una marcada identidad. Resulta admirable el trabajo actoral de Natalia Buyatti y Sapo Heredia para encarnar dos papeles tan complejos, ya que ambos provocan al mismo tiempo repulsión y aprecio, empatía y asco, identificación y aversión.
Isidoro y la Puta se perciben como la escoria de la sociedad, son el descarte incómodo que el mundo diurno ignora y desestima. Sin embargo, su posición no es pasiva ni sumisa, ya que se atribuyeron el derecho de atacar y matar a los demás como sustancia primordial de supervivencia. En la acción estos personajes se consolidan como luchadores nocturnos que calman su resentimiento acumulado en un festival de odio y sangre. Por algo sus atuendos bondages plagados de cintas, remeras de red, polleras y parches los asemejan a gladiadores de la antigua Roma, los cuales también contaban con la matanza como su única fuente de placer y prestigio.
Un horror delicioso en nuestras fibras sensoriales
El particular aspecto de gladiadores suburbanos que exhiben los personajes de «Matar es hermoso» también comporta una fuerte carga de erotismo outsider. La presencia de Isidoro y la Puta exhala una indiscutible sensualidad que disputa el sentido común de la belleza y esto ocurre porque existe una conexión inocultable entre lo erótico y las bajezas humanas. El goce consume porciones abultadas de experiencias despreciables que se encarcelan en el inconsciente, debido a que resulta insoportable descubrir la atracción de nuestro cuerpo hacia regiones inaceptables de perversión. Gracias a esa convicción podemos disfrutar de una poesía callejera y vulgar, la cual hace uso de insultos y palabras indecorosas para construir una prosa tosca que por algún motivo oculto nos agrada.
Por ello, esta obra de teatro no solo apela a la activad reflexiva de la razón, sino también a la impredecible actividad del inconsciente; se comprende al cuerpo como un todo, es decir, como una masa indiscernible de conciencia e inconsciencia, razón y sensación, pulsión y entendimiento.
Algunos pasajes dramatúrgicos erizan la piel en su mera enunciación. Nos vemos afectados por la muestra de espeluznantes escenarios capaces de tocar las fibras íntimas de la moralidad. Este espanto, ante la muestra descarada de odio y brutalidad, genera una sensación ambivalente que oscila entre el miedo y el encanto, el rechazo y la empatía, la ajenidad y la cercanía; nos enfrentamos a una suerte de horror delicioso que trastoca nuestras concepciones sobre lo digno de ser gozado y apreciado.
En esta clave los elementos visuales de esta obra exceden su carácter meramente retiniano debido a su contundente impacto sensorial. Las construcciones escénicas compuestas por el sabio uso del espacio, la luces y los objetos no ostentan una posición de lejanía óptica respecto al público, sino todo lo contrario: la presencia misma de lo que observamos se sostiene en la interpelación sensorial, ya que lo que impacta no es tanto lo que se dice o se ve, sino lo que se siente, demostrándose entonces que no es necesario tocar o invadir al público para sacudir sus alarmas sensitivas.
Un ritmo frenético
Si uno atiende a la composición escénica de «Matar es hermoso» puede rescatar múltiples elementos interesantes. En primer lugar, destaca la presencia de la batería como dispositivo musical, la cual acrecienta esa presencia escénica que “toca” la piel. Este instrumento se muestra capaz de perturbar la sensibilidad con ruidos lacerantes que agigantan el ecosistema en el que nos vemos inmersos, causando que la experiencia eluda cualquier atisbo de indiferencia y provocando que el terror de la crueldad se tonifique. A su vez, el músico en escena (Julián Muratore) ostenta la virtud de transformar la inicial incomodidad del ruido en un ritmo armónico atrayente, de modo tal que las vibracione de los tambores ofrezcan pasajes sonoros de sumo placer auditivo, contrastando así con el nerviosismo tensional de los lapsos de mayor crudeza.
Al compás de la batería se erige su socio escénico predilecto: la iluminación. El juego de luces diseñado por Pol Chiaretta se exhibe como una expresión indisociable al ritmo musical, ya que los golpes secos de las baquetas se confunden con la intermitencia frenética de la propuesta lumínica. Por momentos las luces pueblan el espacio de modo impredecible e inconstante, apareciendo y diluyéndose en un vaivén caótico sin orientación predilecta, desestimando su habitual uso pictórico y robusteciendo su potencialidad rítmica: las luces son como ruidos que se apagan al instante inmediato en el que se materializa su inserción.
Música e iluminación se retroalimentan en una intersección ineludible y caótica, tan caótica como la sociedad insensible que «Matar es Hermoso» retrata. Este ritmo vertiginoso también se manifiesta en la movilidad de los actores, que transitan la sala de La Cochera en toda su extensión ocupando los diversos rincones del espacio, tanto los que alcanza la vista del público como los que escapan a ella.
Furia hecha arte
Curiosamente, por más que los elementos escénicos móviles sean decisivamente atractivos, uno de los componentes de mayor densidad artística y conceptual se expresa de manera estática: dos largas telas verticales en el suelo reposan inmóviles durante toda la obra. Estas láminas negras se encuentran manchadas por desprolijas líneas blancas esparcidas en toda su extensión.
Antes que arruinar la tela, este salpicado blanco dota de estructura pictórica a estas “alfombras” escénicas, de modo tal que parecen un homenaje implícito a Jackson Pollock, el creador de los drip paitings: lienzos enormes “ensuciados” por botes de pintura arrojados de manera dispersa y azarosa. Pollock era una persona atormentada e inestable que constantemente sufría ataques de rabia y que para sofocarla volcaba su emocionalidad violenta en sus pinturas. La famosa obra Full Fathom Five (1947) expresa ese tormento subjetivo hecho arte.
Es una pintura que irradia energía, ansiedad, emocionalidad e imprime su combate interno a través de una furia pictórica. «Matar es hermoso» expresa ese mismo tormento emocional, ya que escoge la barbarie desatada y la exhibe en una estampida estética lacerante; descarta la comunicación pensativa y desata el grito interminable de las almas destrozadas; trastoca la solemnidad delicada de cualquier composición armónica y despliega una fiebre incurable de furia y desborde.
«Matar es hermoso» enfrenta al arte, lo coloca en el suelo y lo pisotea con indiferencia. En esta ocasión ir al teatro no será una experiencia cómoda ni amena, será más bien un torbellino de teatralidad viva que se llevará por delante nuestra sensibilidad, consagrando un deleite irresistible plagado de ferocidad.
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