«El Odio»: la poesía teatral y su intervención ante lo fatídico

«El Odio» es una obra de teatro que afronta poéticamente el asesinato de José Luis Díaz, un joven cordobés de 23 años que luego de intentar un hurto callejero fue agredido hasta la muerte por un grupo de vecinos de su barrio.

«El Odio» se basa en un linchamiento sucedido en barrio Quebrada de las Rosas en el año 2015, el cual terminó con la vida de José Luis Díaz, luego de que éste intentara robar un teléfono celular a un transeúnte. Esta obra atraviesa un caso concreto y real para reflexionar sobre la estructura general que lo provoca: aquí no se trata de indagar sobre las motivaciones particulares que dieron lugar al espantoso hecho homicida, sino de comprender su concreción en tanto consecuencia de una normatividad social regresiva.

El caso de José Luis Díaz no es la excepción, sino el efecto de una norma. De hecho, «El Odio» se detiene puntillosamente sobre lo normativo, dedicándose a una fina labor de comprensión y recolección de los discursos que perpetran el sentido común reaccionario. Es decididamente destacada la capacidad que ésta pieza teatral tiene para expresar, de manera tan nítida, la concepción del “hombre de bien” o el “buen vecino”, que no es más que un compendio de ideas funcional a la ideología conservadora dominante.

Es “buen vecino” aquel que paga sus impuestos, construye una familia tipo, reivindica el trabajo como sacrificio necesario, admira al empresario, cree en la meritocracia, pide a gritos por seguridad y demanda la represión policial. ¿Quién es entonces el “mal vecino”? El pobre y excluido que no sólo no puede cumplir los mandatos que el conservadurismo impone, sino que se lo encasilla como el principal obstáculo para que la “vida de bien” sea realizada. Es la “ajenidad” molesta que parece impedir el éxito del “buen vecino”, el enemigo interno que provoca todos los males sociales y arruina al prójimo, el resto inservible que el vecino desea marginar, ocultar y eliminar.

El sentido común como discurso abstracto e impersonal

En su propuesta estética, «El Odio» nos hace notar que las palabras que circulan en nuestra cotidianeidad tienen un sesgo impersonal y abstracto, como si no le pertenecieran a nadie, aunque éstas se repitan en todos lados. Esta discursividad abstracta no es de ninguna manera inocente, ya que opera sobre la realidad instalando prácticas que responden a intereses determinados. Aquí el sujeto se ve alienado, es un mero vehículo de palabras implantadas que reproduce sin mediación ni juicio. Dado su proceder, es más cercano a lo que Hanna Arendt comprende como “conducta”, es decir, prácticas mecánicas que obedecen mandatos generales y que consagran un individuo vaciado, sin voz ni acción genuinamente propias.

En «El Odio» lo existente se diluye en la universalidad impuesta. La abstracción verbal coloniza la acción del sujeto y todo parece reciclarse en palabras sin cuerpo, por lo que la dicción ocurre en la repetición de frases ajenas a la responsabilidad del individuo. La estigmatización de la diferencia emerge como consecuencia de la singularidad degradada, es en el refugio del sentido común en donde los estereotipos y los prejuicios encuentran su lugar predilecto.

Un “buen vecino” es una persona aferrada a la indefinición propia y a la determinación que le adviene desde arriba, es el resultado de la reproducción ciega de las “mores”, esto es, las reglas inobjetables que determinan la moral. Un ser moral responde a la generalidad, se guía por la circulación de aseveraciones que nunca le pertenecieron y que, por tanto, bloquean cualquier ética ciudadana. Por el contrario, un ser ético es alguien con capacidad de juzgar acerca de sus actos, sus prácticas se ven enriquecidas por su experiencia y su reflexividad, tomando en consideración las reglas, pero de modo crítico.

Una dramaturgia inteligente

La estructura dramatúrgica de «El Odio» exhibe de modo inteligente aquella alienación que impone el imperio de “lo común”. Lo peculiar es que allí la riqueza creativa no se expresa en un lenguaje técnico o solemne, sino que logra desplegarse en pensamientos profundos y bellos en el hábil uso de la jerga soez que circula diariamente. ¿Qué convierte a esta obra de teatro en algo más que la mera reproducción de lo existente? ¿Dónde se encuentra el secreto poético entonces? En el simple hecho de atender a lo existente y expresarlo en un ordenamiento no convencional.

Los dichos conservadores y regresivos que recorren nuestra cotidianidad se ven dispuestos en un sentido y en una orientación muy diferentes. Aquí las frases fascistas no quedan diluidas en la vorágine de la agenda diaria, sino que se muestran enfocadas y amontonadas una detrás de otra, lo que provoca un impacto sobre nuestra sensibilidad que disuelve la anestesia de lo cotidiano. Lo mismo ocurre con la jerga suburbana de los pibes marginales, que en su recorte, enfoque y dinamismo se descubre su costado estético. Los elementos los conocemos, pero la novedad reside en su manera particular de mostrarlos. El arte tiene la capacidad de enfocar lo que circula, permitiendo entenderlo en toda su profundidad; allí se revela una verdad sobre lo real que no reluce en su manifestación habitual.

En este sentido, es fascinante detenerse en otro recurso dramatúrgico que Jorge Villegas, dramaturgo y director de la obra, desarrolla respecto a los verbos en infinitivo como “tener” o “reír”. El verbo en infinitivo expresa una indeterminación pura; allí no existe contexto ni sujeto que lo determine; por tanto, tenemos un universal sin particular ni finitud que lo baje a tierra, de tal modo que si tomamos esta forma verbal en su autonomía, no representa más que una cáscara sin contenido.

Pero en «El Odio», los verbos en infinitivo no se manifiestan como palabras que flotan en el aire, sino como segmentos abiertos a la afectación de la otredad: cada verbo se muestra reconfigurado por su aparición inserta dentro de una cadena de palabras yuxtapuestas, provocando que la infinitud verbal en palabras como “robar” o “chupar” se vea afectada por la posición relacional que ostenta, componiendo frases enteras del siguiente estilo: “bardear, ventajear, robar, fumar, chupar, joder, reír, jactarse, zarparse, agrandarse, en grupo agrandarse, chamuyar, provocar al otro, echar moco”. La indefinición abstracta se actualiza por su disposición, adquiriendo contenido y significado, provocando que el verbo abstracto se vuelva acción.

Aquí Villegas demuestra que la poesía no implica separarse del habla cotidiana, a través de palabras solemnes y elegantes, ya que el gesto poético reside en algo mucho más modesto: la sabia reconfiguración de lo que existe habilitando otro tipo de afección.

El ejercicio poético implica una virtuosa arquitectura de palabras, que revisten una fuerza diferente como consecuencia de su posición y sus relaciones. En este caso, las palabras se ven irremediablemente invadidas por la contundencia de lo real, dado que los verbos exhiben su cara poética en la mediación que impone el fatídico hecho en torno a José Luis Díaz.

«El Odio» nos muestra que las ideas elegantes no hacen bello a lo real, sino que es justamente al revés: la realidad es lo que embellece a las ideas. Esto no se trata de reproducir hechos en espejo, sino de atreverse a expresar esa verdad contenida en la existencia que reclama su aparición.

Una obra dinámica y atrapante

Las oraciones poéticas conformadas por diferentes “monadas” verbales tampoco cumplen un cauce lineal en la historia que se despliega, ya que toda la composición dramatúrgica se sostiene en una dinámica de fragmentos que van y vienen, aparecen y reaparecen, se encienden y se diluyen. Este dinamismo dramatúrgico reviste a la obra de un ritmo exquisito, provocando una experiencia teatral atrapante. Pero si algo consolida la seducción rítmica de «El Odio» es sobre todo la expresividad de los tres actores en escena, los cuales construyen personajes de contrastes marcados desde los que imprimen emocionalidad y carácter a la potencialidad de las palabras dramatúrgicas.

En primer lugar, tenemos a David Carranza Fisher, el “buen vecino”, que desde su dicción cínica y provocadora expulsa sin culpa los dichos más nefastos y violentos que circulan en el sentido común habitual. En segundo lugar, tenemos a Florencia Ramonda, que encarna a José Luis Díaz y destaca por su impresionante contraste interpretativo, logrando transitar la irreverencia y la ternura, la violencia y la empatía, la risa y el llanto. Por último, tenemos a Federico Estay Ferraris, que se sitúa en la bisagra del buen y el mal vecino, participa de ambas discursividades y coquetea con prácticas contradictorias. Por momentos, este vecino indeciso se deja subordinar por el verbo abstracto del sentido común conservador, pero cuando los hechos se imponen, aquella abstracción se atrofia y todo su sentir se envuelve bajo el manto de lo real. Por tanto, este personaje expresa la síntesis poética, es la mediación que se infiltra en la generalidad boba, es la palabra siendo atravesada por la carne.

Entre los tres intérpretes forman un triángulo interseccional, que respeta su forma física y poética, ya que no sólo construyen un nexo dialéctico triangular en la construcción dramatúrgica, sino que también habitan el espacio respetando, de manera constante, una disposición formada por tres ángulos. El desplazamiento de los cuerpos parece siempre buscar una conformación triangular descubriendo distintas simetrías en los improvisados recovecos que regala el diseño escénico.

Foto: Ezequias Litwin 

Frente a la movilidad espacial de los cuerpos, los personajes persisten por momentos en distintas poses fijas que sostienen y exhiben con claridad como si fueran estatuas. Cada silueta estática realza el carácter del personaje, marcando su posición social: por un lado, el porte aristocrático de David Carranza Fisher simula una pintura de retrato rococó, estilo pictórico, justamente caracterizado por expresar el individualismo, la superficialidad y el desprecio; por otro lado, las disposiciones corporales de Florencia Ramona y Federico Estay Ferraris pivotean entre una altanería de artista musical suburbano y una exhibición de poses marciales, lo que expresa tanto la cultura barrial como la necesidad contextual de la defensa combativa.

Los personajes pueden aparentar su presencia en tanto modelos que desfilan y exponen los estereotipos de su ser, pero en su movilidad y su dicción dan lugar a la singularidad, a la diferencia; se permiten encontrar modos de ser concretos y reales. Es en esa disyuntiva, entre estereotipos y hechos, el lugar en que se dirime el destino del personaje mixto de Federico Estay Ferraris, es en ese médium en que la poesía le dará una resolución a la incómoda distancia entre lo abstracto y lo concreto, y es el teatro el que nos ofrecerá ese vínculo impensable entre la palabra y la materia.

Sociológicamente podemos basarnos en estadísticas y datos generales para construir conocimiento sobre la problemática de la violencia fascista, la marginación y la vecinocracia, pero aquí se revela una verdad que sólo la singularidad del teatro puede construir. Estamos frente al enfoque particular que solo el arte puede direccionar hacia lo que existe.

La rectitud inorgánica

La triangulación física y poética de los personajes contrasta con las figuras blancas y rectangulares que conforman la escenografía compuesta por Fernando Rojas y Santiago Pérez, las cuales expresan una suerte de columnas de diversos tamaño y altura, en una composición cromática de colores neutros. Este diseño escenográfico de bloques rectos esboza una atmósfera geométrica y determinista que se asemeja a los decorados de un minimalismo futurista.

Los personajes se mueven por un ecosistema físico que persiste en una monotonía difícil de moldear, en donde ninguna superficie recta se muestra susceptible de cambio o deformación, que ni siquiera los nítidos colores de los vestuarios logran desteñir la persistencia de un hábitat negro y blanco que invade todo lo circundante. Es un sitio sin sesgo de vitalidad, donde la curvatura irregular de lo orgánico se ve depurada en líneas rectas e inmutables, que sólo anuncian una rigidez perpetua.

El sujeto se ve atormentado por un lúgubre mundo abstracto que penetra todo lo existente, una realidad oscura, absoluta y operativa que esteriliza toda expresión genuinamente humana. Hay por ello un sesgo de futuro distópico en la atmósfera que «El Odio» construye, añadido a que cuesta creer que la decadente violencia clasista, que se imparte en casos como el de José Luis Díaz, se haya convertido en norma.

Es posible que estemos en presencia de las fatalidades que la literatura depositaba en una distopía lejana, es decir, una cotidianidad inorgánica, autoritaria e irremediable. Quizás solo nos quede preguntarnos, ¿cuándo se fue todo tan a la mierda? O tal vez, nos animemos a agrietar la infame abstracción inquebrantable con poesía humana y verdadera.

Foto de portada: Fer Rojas 

Licenciado y profesor en Filosofía. Especializado en estética y filosofía del arte. Escribo ensayos y críticas sobre el teatro cordobés, también hablo de eso en “TeatroRadio” (Radio Gen 107.5).

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