Desahucia, o la búsqueda poética en la repetición

Desahucia es una obra de teatro que afronta desde múltiples sentidos la temática de la repetición. Una pareja de oficinistas emprende coordinados movimientos circulares como muestra de una rutina moderna asfixiante. Dirigida por Verónica Aguada Bertea e interpretada por Yohana Belén Mores y Julio Cesar Bazán, esta obra demuestra que la reiteración circular puede ser tan agobiante como liberadora.
Foto: Diego Murúa

Ganarle al vacío


El cuadrado azul de La Cochera se muestra abierto, sin demasiados elementos escenográficos que recorten su intensa amplitud. Tan solo un par de sillas y una mesa, sobre la que posa una cebolla y un cuchillo, contrarrestan el vacío del entorno. La escasez escenográfica no contribuye a reducir la vacuidad espacial, sino todo lo contrario: el disminuido tenor de los objetos degrada su propia centralidad y agiganta la potencialidad protagónica del espacio. Esta disposición escenográfica desplaza todo el peso dramático al
cuerpo de los actores que, en tanto tales, se muestran eyectados hacia el vacío.

Los dos protagonistas comienzan su enredo dramático en desventaja respecto al espacio, por lo que se disponen a luchar por la conquista del terreno escénico a partir de una llamativa actividad corporal. ¿Qué hacen los actores para ganar presencia en un contexto desfavorable? Realizan movimientos coreografiados que repiten de manera sostenida. Las relaciones escénicas que generan los cuerpos trazan de a poco un desplazamiento rítmico, enérgico y ordenado. Las rutinas actorales se renuevan en base al ritmo que genera la propia repetición, es decir que aquí la novedad se sostiene en la monotonía.

Los ejercicios miméticos producen una fuerza relacional que no solo supera la suma de las dos partes, sino
que deposita la centralidad en la corporalidad viva de los actores. En este punto la vivacidad de la acción ha dejado atrás la fortaleza asfixiante del vacío, debido a que la atención del espectador se encuentra completamente enfocada en la atrayente métrica de los ejercicios repetitivos. Se demuestra que la conquista de la escena no radica en el apoyo que puedan aportar los objetos, sino más bien en la potencia enérgica
que produce desde sí mismo cada cuerpo. La virtud que observamos en escena reside en la sabiduría práctica de perfeccionar el movimiento en el sencillo acto de repetirlo.

Es lo que Aristóteles entendía como praxis virtuosa (phrónesis): la actividad es un fin en sí, es un
acto que vale por sí mismo en su simple empleo, sin que exista demanda de algún producto que exceda el propio acto y que por ello subordine la acción a un medio o a una herramienta.

La seguridad agobiante de la vida circular

La repetición de los desplazamientos escénicos le regala al espectador el poder de la anticipación. Si al comienzo de la obra primaba la incertidumbre de un vacío confuso, luego se establece la seguridad de lo predecible. Aunque existe renovación en los movimientos ejecutados, cada paso nuevo emerge de una secuencia construida a base de repeticiones, por lo que la incomprensión frente a lo desconocido se matiza en un marco de acciones reconocidas y esperables. Todo lo visible, por más extraño que resulte al comienzo, será domesticado en un juego coreográfico ordenado.

El formato escénico que trazan los actores no implica una mera receta de conquista corporal, los particulares movimientos reiterados que observamos revelan el contenido narrativo de Desahucia: la rutina cíclica del mundo contemporáneo encarnado en una pareja de oficinistas. El modelo de vida actual parece implicar una dinámica repetitiva agobiante.

La permanente reiteración de las prácticas cotidianas le quita el brillo a lo existente, convirtiendo cada cosa en algo obvio y anodino. El mecanismo de conducta se transforma en un ciclo insípido que repite una y otra vez los mismos escenarios. ¿Qué queda detrás de las esquemáticas rutinas que homogenizan toda actividad? Una singularidad subordinada a modelos construidos y robustecidos en la lógica repetitiva.

El gesto espontáneo del individuo pierde su capacidad de intervenir en el interminable abanico de conductas predigitadas debido a que el diseño ordenador de las sociedades actuales convierte a cada sujeto en una muestra estándar de una subjetividad abstracta. Por ello, los dos personajes que vemos en escena exclaman su desencanto ante la vida, sienten bronca y resignación por no saber quiénes son por fuera de las etiquetas culturales que los orientan.

Ambos oficinistas se muestran atrapados en actos que se les presentan ajenos, pero al correrse de esa alienación parece no quedar nada, su sustancia individual ha sido depurada en la masa indiferenciada de los formatos reiterativos. En ese sentido resulta interesante adentrarse en la propia dramaturgia de Desahucia, ya que más allá de la atrapante historia de pareja que este texto nos regala, por momentos los intérpretes parecen hablar sin que importe el contenido de sus palabras, o en todo caso, sus frases empleadas sirven en tanto excusas para exhalar fastidio y violencia ante su impotencia subjetiva.

Este gesto de balbucear sin demasiado sentido práctico puede leerse como un mínimo acto de resistencia en el cual el lenguaje tensiona su uso habitual para recostarse en una dinámica sin finalidad comunicativa: si el lenguaje es por definición una herramienta de lo común, debido a que busca conceptos universales que eliminen lo particular y permitan un entendimiento general de las cosas, el intento de amontonar insultos y frases irreverentes sin que interese la búsqueda del entendimiento indica la presencia de singularidades que reaccionan frente a lo universal, reclamando su singularidad perdida.

La impronta lineal

En Desahucia la impronta circular de la agenda semanal de los dos oficinistas retratados convive con un constante paso del tiempo lineal. Aunque semana a semana todo se presenta igual, los años pasan y el peso del tiempo amontonado se manifiesta en los propios cuerpos de los personajes, los cuales anuncian huellas de su inexorable vejez.

A pesar de que la verdad inocultable del transcurso temporal provoque sentimientos desagradables, hay un sesgo de libertad en la percepción del propio cambio: todo parece una monotonía insoportable, pero lo vital se encuentra lanzado hacia el futuro. Delante de nuestro presente aparece una porción de la realidad plagada de incertidumbre, por lo que el poder de laanticipación muestra una pronta esterilidad. El aparente control de todo fenómeno basado en un modelo repetitivo y previsible de nuestras prácticas sociales se desmorona frente al impacto rupturista de los acontecimientos lineales.

Las marcas corporales que sufre elcuerpo sacuden la agobiante dinámica del eterno retorno para ofrecernos la angustia de lo inesperado. El mundo de la singularidad libre permite que la alienación repetitiva conviva
con la incertidumbre, situando al sujeto en una posición ambivalente. El teatro como tal expresa ese sentimiento oscilante: allí convive la circularidad junto a la extrañeza de lo irrepetible, la vitalidad de la singularidad y la reiteración de lo ensayado, la entrega a lo espontáneo y la disposición a lo idéntico. En esa disputa aparece la diferencia que Hannah Arendt trazaba entre acción y conducta, entre adaptarse en base a patrones conductuales prescriptivos o lanzarse a la aventura de la espontaneidad. Por ello el arte teatral puede entenderse como un rito compuesto por hábitos inventados que se repiten, pero que en cada
repetición sufren alguna novedad.

Mircea Eliade, renombrado historiador de las religiones, extendía esa incongruencia irresoluble al modo de vida de las sociedades laicas modernas: el abandono de los ritos sagrados que cercenaban el mundo contingente representa un hito liberador para el sujeto, pero a la vez resulta más fuerte el terror que este tiene que afrontar ante un mundo enteramente pagano en donde no existe ningún orden espiritual que habilite previsibilidad y sentido. ¿Cuál es la receta para combatir la inesperada linealidad? Mantener una vida como la que llevan los dos oficinistas de Desahucia, esto es, rutinaria, repetitiva y alienante.

La armonía del mar

Durante toda la obra notaremos que los movimientos repetitivos que los actores realizan reflejan su impotencia vital, es el simbolismo de la resignación violenta de cuerpos sometidos a una mecánica ajena. Por ello, las entrenadas coreografías que observamos se exhiben como desplazamientos furiosos donde prima la tosquedad y la rudeza. Más allá de la calculada precisión rítmica que se ostenta, los movimientos expresan un extendido carácter de rigidez en la que predomina una luxación de los cambios corporales, manifestando así una carencia de fluidez en cada transición. Sin embargo, hacia el final de la obra la brusca tensión se tonifica en una orientación reconfigurada, como si el puro ritmo trasmutara en una hermosa melodía. El ruido da paso al sonido y aquello que solo parecía indicar violencia y frustración muestra su costado tierno y deseable.

La pareja de oficinistas descubre la belleza de la repetición y se lanza a disfrutar cada paso en una búsqueda sensorial armónica. El dualismo esquemático que separaba la singularidad libre y la repetición alienante pierde efecto y emerge el goce genuino por lo que existe. La sensación de calma invade la sala y el espectador se entrega junto a los protagonistas a un sabor escénico irresistible parecido a la expectación despreocupada de un mar crepitante. El ruido repetitivo de los zapatos golpeando contra el piso se transforma en un delicado
deslizamiento similar al sonido que las olas del océano producen al chocar contra las rocas.

La composición escénica acompaña este gesto marítimo con una tenue iluminación que degrada el azul intenso de la sala en un tono agradable y equilibrado. Las secuencias cíclicas acompañan el movimiento ecléctico que expresa el mar: apariciones predecibles expuestas a violentas interrupciones erráticas. Lo libre convive con la anticipación, la furia se enlaza a la templanza y cada segmento desplegado tiene un sentido tanto seguro como irregular. El hartazgo circular y el miedo lineal se diluyen sin que importe quién se es o
quién se quiere ser, lo presente es el inentendible oleaje súbito que se impone como propio, lo único que interesa es la impredecible belleza del mar.

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Licenciado y profesor en Filosofía. Especializado en estética y filosofía del arte. Escribo ensayos y críticas sobre el teatro cordobés, también hablo de eso en “TeatroRadio” (Radio Gen 107.5).

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