Maite Amaya: una vida dedicada a la militancia

La reconstrucción de la trayectoria de vida de la militante de oficio, travesti, piquetera y anarquista, Maite Amaya fue una investigación en conjunto con El Resaltador para Wikimedia Argentina. Eugenia Aravena, su amiga, nos contó acerca de su relación con la militante.

La identidad no es solo “de género”. Es una composición polimorfa de experiencias vividas, tanto las que fueron aprehendidas -normas sociales y culturales- como las singulares que caracterizan y diferencian a un sujeto de otro. Aunque en las personas de la población LGBTIQ+ sucede al revés, primero aparece la orientación deseante y la identidad de género percibida, luego vislumbran las demás características. El reconocimiento y el orgullo de sus existencias pasan así a ser una herramienta de supervivencia política más que una cartilla de acceso a la vida cotidiana.

En estas ‘intersecciones’ -clase social, el sexo-género asignado al nacer, raza/etnia- se delimitan y permean las posibilidades de acceso que tienen las personas a derechos como educación, salud y trabajo. En ese entrecruzamiento, hay poblaciones que hicieron de la organización y el agrupamiento de cuerpos la legitimidad del derecho a ser un ‘monstruo’.

Maite Amaya -militante de oficio, piquetera, travesti y anarquista- vivió lo suficiente como para no desencantarse con el mundo de la militancia actual, donde muchos ven más la posibilidad de ascender y mantener un cargo público que la de defender los derechos de los trabajadores.

“¿Cuál es mi historia, la que me contaron?” Cuestiona en una extensa entrevista donde cuenta su trayectoria de vida. Su historia es una excepción a la regla hasta para las particularidades que comparten quienes se reconocen dentro de la población travesti-trans: migración - explotación sexual laboral - detenciones arbitrarias y expulsión institucional. Ya que antes de siquiera reconocer su identidad de género, ya se reconocía como trabajadora.

Su existencia, se podría decir, fue una transición constante. Según le contaron sus padres biológicos, nació el 5 de noviembre de 1980. Fue hija de padres gitanos de herencia vasco-francesa. Entre dictadura, regreso de la democracia e hiperinflación, es repartida por sus padres, junto a sus 4 hermanos, a diferentes familias para que puedan comer. Con 9 años, arranca a trabajar de monaguilla con el cura de la parroquia del IPV de Argüello. Con lo que ganaba, llevaba el pan a la casa.

“Vos decís ‘oh qué triste tu historia’, pero gracias al haber salido del barrio y tener contacto con otras cuestiones, se me abrió el camino y pude ensanchar mi universo, sino hubiera muerto por la policía o atropellada como todos los niños del IPV”, comentó.

En esos 5 años que estuvo bajo la tutela del cura aprendió a negociar con el obispado para que le den parte de la limosna: “los curas no trabajaban, nosotras sí”, rememoró. A los 13 años un compañero de la escuela le preguntó '¿Sabés por qué los docentes van a hacer paro?' Desconocía lo que era la militancia, pero ya sabía lo que era ser trabajadora, por lo que comenta con sorna: “si a los 9 ya trabajás, a los 13 te querés sindicalizar”.

La militancia le abrió la posibilidad de conocer más allá de la realidad precaria que la circundaba, le posibilitó encauzar la rebeldía adolescente hacia la justicia social. Aprendió sobre la lucha de clases, de Memoria, Verdad y Justicia; que la matriz heterosexual es obligatoria y cerrada (ya que su finalidad es la re-producción de mano de obra barata); como así también comprendió que la acción colectiva y comunitaria es la que modifica las condiciones concretas de existencia.

“La militancia me significa hacerme cargo. Ahora lo puedo acomodar con estas palabras: reconocernos como sujetas históricas, es nuestro rol histórico. No se nos puede pasar la vida como si fuéramos una planta de acelga en una huerta y no hacer cosas para transformar la realidad que estamos viviendo, hay gente que no está comiendo”, reflexiona.

Para pagar sus estudios pasó de ‘manguear el cospel’ a conocer el circuito nocturno del trabajo sexual como taxi boy. Gracias a la militancia en agrupaciones de izquierda y feministas entendió que los cuerpos ‘feminizados’ funcionan como mercancía, “esa negociación con los cuerpos si no es prostitución, ¿Qué carajo es?”, se preguntaba.

La dialéctica es tensionar dos supuestos para que emerja un nuevo sentido. En esa pregunta lo que cuestiona es que el género no deja de formar parte de la “ficción del cotillón cultural”, como solía nombrar a las prácticas hetero-cisexuales. La teoría reforzó lo que ya sabía por pobre, marica y travesti, mientras el género esté en disputa, el cuerpo es un campo de batalla.

Habiendo transitado los albores de los movimientos piqueteros, en sus últimos años planta bandera y termina siendo delegada de la Federación de Organizaciones de Bases (FOB) de Córdoba. Más que dejar la vida por la militancia, materializó en su cuerpo la lucha, “no soy esencia de nada, soy carne que se está construyendo”, comentó. Murió por causas relacionadas al VIH el 13 de junio de 2017. Tenía 36 años.

“No pudo dejar eso de darlo todo. Cuando la fui a ver al hospital de Clínicas donde estaba internada, estaba con el cuaderno y un celular chotazo con el que llamaba a las compañeras para que corten el puente. La chabona en cama, internada, organizando el piquete. Era tan importante en lo que hacía que no pudo darse el tiempo para ella”, expresó Eugenia Aravena, amiga de Maite.

Fotografía: Natalia

¿Parte de un legado o mártir?

Para Eugenia, quien fue entrevistada como parte del proyecto Wikimedia en conjunto con El Resaltador, a Maite la reconocieron después de muerta. Crítica que le hace a las nuevas generaciones por estar más preocupadas por el ‘me gusta’ de la militancia online que por la organización de base en los territorios.

Referenta de la Red por el Reconocimiento de Trabajadores Sexuales (RRTS), compartió gran parte de su vida con la militante piquetera y al igual que ella, dedicó prácticamente toda su vida a la militancia.

“Estando en un lugar de representatividad me costó mucho dar lo mejor de mí sin olvidarme de mí. Cuando me salió el tumor en el ojo me dí cuenta que algo no estaba bien. Si a mi me buscaban era porque yo resolvía los problemas, pero capaz pasaba todo el día sin comer o ir al baño”, expresa.

Al reflexionar el camino transitado, recordó cómo, a pesar de los años de estar al frente de las luchas feministas, Maite no llegó a conocer lo que es salir de la precariedad. Dejó escritos que circulan por internet; abrió Casa Caracol, que fue una usina para trabajadoras domésticas y hasta una biblioteca popular. Sin embargo, al no haber tenido acceso a estudios universitarios, el extractivismo de sus conocimientos le dieron reputación y rédito económico a otras militantes feministas académicas.

“La chabona dirigió una banda de cosas y la cruzaba caminando, yendo a la casa de feministas académicas a limpiarles la mugre porque la estaban ‘ayudando’. A eso me refiero del no reconocimiento. Ahí te sale la bronca de decir: ‘ustedes usan a las luchadoras para llenarse los bolsillos’. ¿De qué lucha me hablás, de cuál territorio me decís? Porque te sale de diez, pero vení a estar un rato en este corral de mierda”, agita Eugenia.

Si la historia la escriben los ganadores, reconstruir el legado de Maite tiene que significar, mínimamente, una puesta en tensión de lo que representan los adjetivos calificativos de “valiente, luchadora, empoderada” para quienes nunca tuvieron estudios completos, obra social, aguinaldo y vacaciones pagas.

“No pudimos transferir, me parece, que los logros que se obtuvieron fueron importantes y que hay que cuidarlos, nutrirlos. No quedar en: ‘ay, conseguimos un montón de leyes’. Sí, pero ¿qué sentido tiene si te seguís muriendo en la calle asesinada y continuás en el legajo con tu nombre de varón?”, comenta Eugenia.

Fotografía: Natalia

Lo único bueno de arriba hacia abajo son los pozos

En el movimiento piquetero la participación en las asambleas es directa. No hay intermediarios ni posiciones jerárquicas. Para Maite, las trabajadoras comunitarias de los comedores estaban en la misma posición de reconocimiento que las Kurdas.

“La imagen del pasado corre el riesgo de desvanecerse para cada presente que no se reconozca en ella”, escribió el filósofo alemán, Walter Benjamín. Consideraba que la historia es un momento de ruptura, un tiempo intempestivo en el que se rompe con un orden lógico y secuencial. Para él, una vida pasiva que espera y sigue únicamente el decurso de los días, termina negándose a participar realmente de la historia.

Si para ella, como para Mark Fisher, el realismo capitalista logra cooptar cualquier intento de emancipación social al mercantilizar la idea en pos de despolitizar la causa, es necesario que las generaciones que la suceden puedan rememorarla por fuera de todo heroísmo de mártir.

“Que no se olviden porqué empezaron en un principio. El carguito se cae, todo termina, todo tiene un final. Entonces yo veo mucha gente preocupada por militar a full hasta llegar a un cargo. Que la agenda no te lleve a olvidar qué podés hacer por vos primero y por los demás. No perderse en la ambición. Cuando tengan esa duda recuerden que es por respeto y justicia por lo que se milita”, concluye Eugenia.

Foto portada cortesía de Eugenia Aravena

Profesora y licenciada en psicología (UNC). Me dicen Chora. Editora de Género y de lo que se presente.

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