La enorme producción discursiva -muchas veces antagónica e irreconciliable- que se vierte sobre el mundial, aburre de puro simple en ambas direcciones. Ni la alegría popular de miles de personas puede resumirse en ver correr a 22 millonarios tras un balón, ni el conjunto de las operaciones financieras, económicas y sobre todo políticas, que se desarrollan tras las bambalinas de un evento de esta magnitud, logran esconder su carácter nada deportivo. La realidad es siempre más compleja.
Entre la pasión y la alegría popular que traen los eventos deportivos de magnitud mundial y el triste contexto en que se desarrollan, el mundial de Qatar 2022 es un reflejo de su tiempo. Una contradicción binaria históricamente situada. Un suceso deportivo ubicado en la era post pandémica. Polarizado, pavimentado de discursos obtusamente a favor o rabiosamente en contra.
Para los argentinos, la última oportunidad de ver a Messi levantar la copa y bañar de gloria este suelo. El primer mundial sin el Diego. También, la purga de los males endémicos a través de la única cosa que, en ocasiones contadas, cierra una grieta abierta desde el nacimiento del país.
La realidad es siempre más compleja. La enorme producción discursiva -muchas veces antagónica e irreconciliable-, que se vierte sobre el mundial, aburre de puro simple en ambas direcciones. Ni la alegría popular de miles de personas puede resumirse en ver correr a 22 millonarios tras un balón, ni el conjunto de las operaciones financieras, económicas y sobre todo políticas, que se desarrollan tras las bambalinas de un evento de esta magnitud, logran esconder su carácter nada deportivo.
En última instancia, Qatar 2022 es un reflejo de la estructura que sostiene el conjunto de asimetrías y desigualdades, pero también de pasiones y deseos que pueblan el mundo. La fiesta del deporte que reina entre las clases populares no es -mal que le pese a los intelectuales y los snobs- una expresión de alienación de sus intereses "objetivos", sino la prueba incontestable de que no hay interés de masas por fuera del goce, del disfrute, como vehículo.
Pensar que el fútbol y la política son elementos disociados ya no es una posibilidad para nadie. El teatro de operaciones donde las estrellas de cada selección nacional brillan con luz propia, ya no es solo el terreno donde despunta la mejor performance deportiva, sino el territorio donde también se disputan los sentidos comunes, las contradicciones, los goces colectivos, las pasiones y las luchas. Prueba de ello son las postales del seleccionado alemán protestando contra la FIFA por la censura, el espontáneo con la bandera LGTBIQ+ durante el partido Uruguay-Portugal, el reclamo de las mujeres contra la represión en Irán, la judicialización de 17 directivos de la FIFA por sobornos y blanqueo. Solo por mencionar algunos episodios.
Como todas las esferas de la realidad, el deporte es un terreno en disputa. Como todo goce, el fútbol comienza de a poco, a dejar de ser el espacio donde reina omnímodo y plenipotenciario, el arquetipo del sujeto privilegiado. Cada vez más, el salto a la cancha de los reclamos de los colectivos minorizados contrasta por el vértice con la intención de los dueños de la pelota, de usar al fútbol como elemento higienizador de su manchada imagen.
El asesinato del joven albañil conmociona a la sociedad marplatense y exhibe una realidad que no entiende de fronteras: la violación de derechos humanos por parte de fuerzas de seguridad envalentonadas por discursos, políticas y directrices contrarias a lo establecido por la propia ley.
El 1-1 entre Belgrano y Talleres se disputó junto a 15 mil fanáticos en las tribunas. Crónica y voces de un encuentro que marcó un hito en la historia del fútbol provincial.
Junto al criminal de guerra Netanyahu, el dos veces presidente de EE.UU. aseguró: “A todas las personas con las que he hablado les encanta la idea de que Estados Unidos sea dueño de ese pedazo de tierra”.
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