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Fotografías y texto por Andrés Masotto para Enfant Terrible
Facundo Molares camina lento y pesado. Su respiración es densa. Durante esta entrevista, incluso, se tomará su tiempo para hablar, hará pausas para manotear un poco de aire y seguir. En sus gestos no hay tanta intencionalidad como instinto de supervivencia.
Sentado en una sala del Complejo Penitenciario Federal I, Facundo relata el camino que lo llevó desde San Miguel, provincia de Buenos Aires, a recorrer América Latina, unirse a las FARC durante más de una década, luego abandonar la lucha armada y firmar los acuerdos de paz, luego viajar a Bolivia como reportero gráfico y ser herido de muerte, permanecer en coma 21 días, sufrir una detención en dicho país, volver en libertad a Argentina y, por último, ser detenido nuevamente. Ahora, toma aire mientras la justicia argentina pretende extraditarlo, firmando su sentencia de muerte.
Injusticia. La incomprensión frente a las injusticias. Ese fue -según dice-, el motivo que lo llevó de vuelta a Colombia tras haber viajado por Latinoamérica. La opresión que pesaba –y pesa– sobre el campesinado. Eran los años 90 y los enfrentamientos entre el Estado colombiano y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia chispeaban. Y allí fue Facundo.
Quince años –7 de los cuales no tuvo contacto con su familia– caminó Facundo por la selva colombiana. A veces, dice, caminaba distancias equivalentes a ir de Buenos Aires a Mar del Plata o Rosario. Vivir nómada, sobrevivir y herir al enemigo. Una danza bélica, el ejercicio de sus convicciones.
En el mundo de Molares, las convicciones firmes implican decisiones drásticas. Con todo, las diferencias con las directivas de las FARC lo alejaron de la columna guerrillera Teófilo Forero, donde llegó a ser un cuadro político bajo el pseudónimo de Camilo Fierro. Entonces Camilo volvió a ser Facundo.
En 2019 fusionó sus intereses militantes y su trabajo como reportero gráfico. Entonces viajó a Bolivia para fotografiar el golpe de Estado encabezado por Jeanine Añez y Fernando Camacho. Dice que lo de Bolivia fue tremendo, que bastaba pararse en una esquina y esperar para que llegaran decenas de personas a contar sus historias, su sufrimiento bajo fuego del Estado.
Estar herido y echarse a dormir no suelen ser actividades complementarias. Mas bien favorecen el desastre. Pero Facundo sabe de sobrevivir. Al otro día despertó y buscó un médico. Que no puedo ocuparme de sus heridas en este lugar, dice que dijo el médico. Que necesito “máquinas”. Llegar a un hospital herido de arma de fuego es igual a tener que dar explicaciones a las autoridades. Autoridades que, en ese momento, apoyaban un golpe de Estado y la feroz represión que lo habían mal herido. Inconsciente, Facundo arribó a al Hospital Japonés, donde resultó detenido en noviembre.
Homicidio, asociación delictuosa e instigación pública a delinquir. Esa fue la carátula con que acusaron las autoridades bolivianas a un fotógrafo comatoso y al borde de la muerte. Apenas su estado de salud lo permitió, fue trasladado a la cárcel de alta seguridad de Chonchocoro, a 5000 metros de altura, donde el aire se escapa, rehúye.
El pasado martes 20 comenzó el juicio que podría extraditarlo a Colombia instruido por el juez Guido Otranto, tristemente célebre por su rol en la causa por la desaparición forzada seguida de muerte de Santiago Andrés Maldonado. La lectura de los cargos ejecutada por el secretario del Juzgado Federal de Esquel fue, por lo menos, innecesaria. La solicitud de extradición de la Fiscalía 162 Especializada de Colombia es irregular e ignora los tratados de paz, además de estar fuera de competencia, sin contar que el Estado argentino debería, en última instancia, preservar la integridad de sus ciudadanos.
Facundo Molares no declaró el martes, cuando Otranto le cedió la palabra, y probablemente no lo haga en todo el juicio. No tiene que hacerlo. La justicia colombiana lo busca por el secuestro del concejal y hoy diputado Armando Acuña, que estuvo dos años en cautiverio. Molares dice que él no participó del hecho, que sólo estuvo en la entrega, ante los ojos de todo el mundo. Asimismo Armando Acuña lo ratificó: nunca vio a Facundo.
De la decisión de Guido Otranto depende su vida. En la cárcel muere; afuera, en libertad, tiene una oportunidad. No es que Facundo piense en eso, se adivina. “Yo nunca le tuve miedo a nada” dice, y es evidente. Tras las rejas, vigilado y protagonista de un juicio internacional, sostiene la mirada, frunce el ceño y con el puño apretado afirma ser un militante social y un soñador. Pero Facundo se está quedando sin aire.
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