Crónica breve: el derecho a vivir sin Piñera

La concentración frente a la embajada chilena en Buenos Aires terminó con represión. Detenidos, cacería, gas pimienta y policías de civil buscando presas fáciles. A pesar de los tiros y las provocaciones, el espíritu combativo del #ChileDespierto contagió la Diagonal Norte durante la tarde de ayer. Tras el desenfreno y las corridas, seis personas confluyeron en un bar de la calle Corrientes, son todos chilenos. Se conocen. Mientras suena una canción de Víctor Jara sueñan con su país libre de las cadenas del neoliberalismo. Reivindican su "Derecho a vivir en paz".

A las cinco de la tarde en punto, Patricio recorría las pocas cuadras que separan la estación Carlos Pellegrini del Consulado de Chile de Buenos Aires. El sol salía en el microcentro porteño, despejando las nubes que oscurecían el lunes desde la mañana. No hacía calor, tampoco frío. Hace poco se cumplió un año desde que "Pato", como le dicen sus amigos locales, vive en Argentina. Es abogado, joven y chileno. Aunque no participó de las protestas estudiantiles en sus años de facultad, se siente íntimamente vinculado a la lucha por la educación pública, sabe lo que es endeudarse para acceder a estudios superiores. De la desigualdad, de la miseria de la jubilación privada que nunca alcanza. De todo eso sabe.

Pasan las seis de la tarde y frente a la embajada hay una multitud. Viven horas de angustia, alegría, bronca, esperanza, congoja, incredulidad, miedo y algo de nostalgia. La tarde estalla en aplausos con la llegada de algunos integrantes de comunidades mapuches. Suenan los Erkes y las Trutrukas junto a los bombos y redoblantes piqueteros. El cantito popular de "Vamos a volver" se reinventa en "Chile despertó". Llegan columnas de sindicatos y partidos, hay disidencias y feminismos, hay intervenciones artísticas, performances, serigrafías, música y alegría. "El que no salta es paco" cantan abrazados.

De pronto un encapuchado, dos, tres, y estalla la bronca. Infiltrados, susurra Patricio a mi lado mientras corremos para apartarnos del tropel que amenaza con llevarnos por delante. Hay confusión, gritos. No sabemos para dónde correr y al cabo de unos segundos que parecen horas, Patricio está solo parado sobre el cordón de la vereda. Mira atónito cómo algunos exaltados prenden fuego la puerta de una cafetería, perteneciente a una cadena multinacional. Reventaron el acto.

La Policía de la Ciudad no tarda en aparecer desde todas las esquinas. Forman un cordón negro, y a los pocos minutos avanzan. El caos es generalizado. Vuelan piedras, tachos de basura, balas de goma. La fila tenebrosa de cascos y escudos comienza a avanzar. Primero despacio, luego más rápido. Patricio corre por el centro de la Diagonal Norte en dirección al Obelisco. A su espalda suenan los estallidos de las postas de goma. Llega sin resuello a la esquina de la estación Carlos Pellegrini. Un oscuro escuadrón motorizado rodea las calles aledañas.

"Hay diez detenidos y varios heridos" comenta un grupo de personas con acento santiaguino. Patricio se une a ellos y deciden alejarse del lugar. Siempre juntos. Caminan por Corrientes rumbo a un bar. El ruido de sirenas y el barullo de la represión comienza a quedar atrás. La ciudad recupera su ritmo habitual. Como si nada hubiera sucedido. Como si nada estuviera sucediendo al otro lado de la Cordillera de Los Andes. Sienten alegría, bronca, esperanza, congoja, incredulidad, miedo y algo de nostalgia.

Sentados en una mesa larga de madera con sillas de lona plegables hay seis personas. Son todos chilenos. De pronto Natalia, que es abogada igual que Patricio, recuerda una noche de carrete en Santiago, hace algunos años. La mitad de los que están ahora sentados a la mesa de un bar de la calle Corrientes estuvieron allí. Hay risas, nombres, lugares comunes. Pronto el tema central vuelve a ocupar el debate. "Ojalá que renuncie", aventura Natalia. Todos asienten. El aire grave.

Se hizo tarde. El bar está deshabitado salvo por la mesa larga de madera, con sillas de lona plegables. Hay muchos vasos vacíos. Mariana, la empleada del bar mira con ternura hacia el grupo de santiaguinos que no cesan de hablar. Debería cerrar pero no quiere o más bien no puede. De pronto, en un gesto de cariño, que tal vez es reconocimiento, consideración, sirve una ronda para todos mientras en los altavoces del local suena la voz clara de Víctor Jara. "El derecho a vivir en paz". Hay seis personas sentadas que se miran con alegría, con bronca, con esperanza, con congoja, con incredulidad, con miedo y con algo de nostalgia.

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Periodista y fotógrafo. Edito, escribo y leo. No siempre en ese orden.

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