El cierre del Centro Cultural Haroldo Conti, dispuesto por el gobierno de Javier Milei, marca un golpe a la memoria histórica de un escritor que combatió a las injusticias con el arma más poderosa que tiene la memoria: la palabra.
Este centro, que lleva el nombre de uno de los escritores más comprometidos con la justicia social y los derechos humanos, se ha convertido enlos últimos 15 años en un símbolo de la memoria histórica. Sin embargo, el gobierno actual, estrechamente vinculado con sectores de la última dictadura, pretende cerrarlo. Organismos de Derechos Humanos, ciudadanos de a pie y los propios trabajadores del centro, aseguraron que ofrecerán resistencia ante esta situación.
La palabra y la memoria desafían al olvido
La desaparición de Haroldo Conti fue un golpe brutal al corazón de la cultura argentina. La noche del 4 de mayo de 1976, Conti y su pareja, Marta Scavac, dejaron a sus hijos al cuidado de un amigo en la casa de la calle Fitz Roy 1205. Después de una cena y una salida al cine, regresaron poco después de la medianoche.
Al entrar, se encontraron con que una brigada del Batallón 601 de Inteligencia del Ejército, especializado en operaciones de secuestro y exterminio, los esperaba. El operativo, parte del plan sistemático de desaparición forzada, fue conducido con la violencia que caracterizó al régimen. Según el testimonio de Marta, ambos fueron golpeados e interrogados durante varias horas. La casa fue saqueada, los libros y escritos de Conti destrozados y confiscados. Antes de que se lo llevaran, a Marta le permitieron despedirse de su compañero. Aquél adiós fue el último contacto conocido con el escritor.
Conti fue conducido a un destino marcado por el horror: la ESMA (Escuela de Mecánica de la Armada), uno de los principales centros clandestinos de tortura. Allí, como tantos otros, fue sometido a tormentos inenarrables. Su nombre quedó grabado en los testimonios de sobrevivientes que presenciaron su paso por allí. Aunque su cuerpo nunca fue encontrado, su ausencia sigue latiendo como una herida abierta en la historia del país.
El contexto de su desaparición es fundamental para entender la magnitud del crimen. La dictadura, bajo el mando de Jorge Rafael Videla, Emilio Massera y Orlando Agosti, declaró la guerra a la cultura, al pensamiento crítico y a toda voz que cuestionara el orden represivo. Conti, afiliado al Partido Comunista y defensor de las luchas populares, representaba una amenaza para los verdugos porque sus palabras, profundas como el río que amaba, tenían la fuerza de desnudar la injusticia.
Su desaparición fue un intento de borrar la memoria, de arrebatarle al país la verdad de sus propios dolores. Hoy, su nombre sigue siendo bandera en la lucha por Memoria, Verdad y Justicia, y su legado persiste como resistencia a la muerte. En un tiempo donde las políticas de ajuste buscan apagar las luces de la memoria, el eco de Haroldo Conti sigue navegando, rebelde, en las aguas de la dignidad.
El río, la sombra y el silencio
Haroldo Conti fue muchas vidas en una sola: seminarista, piloto de avión, guionista, periodista, navegante, pero sobre todo, escritor. Un narrador que aprendió temprano a darle voz a lo que el poder quería invisible.
Nació un 25 de mayo de 1925 en Chacabuco, donde creció escuchando las historias de su padre, Pedro Conti, un vendedor ambulante, quien fundó el primer partido peronista en el pueblo. Su niñez estuvo marcada por los relatos de aventuras pueblerinas y los ríos que se entrelazaban con la vida de los hombres y mujeres que amaban, sufrían y desaparecían en el silencio de los años.
Esa fascinación por lo que yace sumergido entre las corrientes de la historia lo acompañó siempre. En su obra, el río es un personaje con memoria propia, como en Sudeste, su primera novela, que le valió el Premio Fabril en 1962. Allí, el Delta se convierte en un territorio donde la soledad y la naturaleza desafían al hombre, y la libertad se persigue como un sueño esquivo. Más tarde, su espíritu combativo lo llevó al Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT) y al Frente Antiimperialista por el Socialismo (FAS), caminos que no solo abrazaba desde la militancia, sino desde la trinchera de las letras.
Cuando el grupo de tareas entró sin piedad a su casa, arrancó al escritor de su escritorio, sobre el que reposaba una frase escrita en latín: "Hic meus locus pugnare est et hinc non me removebunt" —"Este es mi lugar de combate y de aquí no me moverán"—.
La literatura le concedió múltiples reconocimientos: Todos los veranos obtuvo el Segundo Premio Municipal de Buenos Aires, Alrededor de la jaula ganó el Premio Universidad de Veracruz, y Mascaró, el cazador americano, su última novela, fue laureada con el Premio Casa de las Américas en 1975. Sin embargo, para Haroldo Conti, la gloria nunca estuvo en los trofeos, sino en la convicción de que la palabra podía ser un arma contra el olvido.
Su cuerpo nunca fue hallado, pero su ausencia habla, grita desde los márgenes donde él se sentía más cómodo. Fue desaparecido por ser un hombre que escribía con los pies hundidos en la realidad, que sabía que contar la verdad era una forma de sublevarse.
Su legado es un río profundo que sigue fluyendo en cada palabra que resiste, en cada memoria que se niega a ser borrada. Haroldo Conti es la promesa de que las corrientes nunca olvidan a quienes se atreven a navegar contracorriente.
Eduardo Galeano dijo en un testimonio en off grabado en 1975 que "Haroldo es un río, un delta con muchos arroyos que van abrazando las islas".
Resistencia, memoria y justicia
El ataque al Centro Cultural que lleva su nombre no es un hecho aislado; es parte de un ajuste que busca borrar la memoria viva del país. Con 87 trabajadores afectados por despidos y “guardias pasivas”, la medida ha generado rechazo de organismos de derechos humanos, sindicatos y la comunidad artística, que alertan sobre su impacto en las políticas públicas de Memoria, Verdad y Justicia.
El Centro Cultural Haroldo Conti representa una trinchera de memoria activa. Su cierre es un intento de apagar una llama que arde en cada rincón donde la palabra resiste. Pero la memoria, como los ríos que tanto amó Conti, no se detiene. Fluye, desborda, y sigue buscando justicia.
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