Por Santiago Torrado desde Ucrania. La retórica de la guerra en Ucrania es un cuplé donde danzan los obuses, los misiles, los tanques y los soldados, pero nunca los médicos, los terapeutas, los educadores y los asistentes sociales.
La guerra en Ucrania se convirtió en un baile de cifras. Cifras de muertos, de balas, de obuses, de drones, de tropas, de heridos y de declaraciones de altos dirigentes que prometen más guerra y más desastre. Lejos de los grandes centros urbanos, donde ya casi nadie presta atención a las alarmas que alertan de un nuevo bombardeo, permanecen las otras víctimas de este conflicto que no parece tener pronto final.
Zona norte de Ucrania. La frontera con Bielorrusa ha sido, desde los primeros compases del conflicto, un punto caliente que tensa las relaciones entre el viejo caudillo soviético Alexandr Lulashenko -aliado de Vladimir Putin-, y el ex humorista devenido en presidente guerrero Volodomir Zelenski.
Con la guerra como telón de fondo, el recuerdo ominoso del Reactor 4 de Chernobyl y la nube tóxica que se esparció por toda Europa en 1986, permanece en la memoria de las dos naciones ex soviéticas como una pesadilla que nadie querría traer al presente. Fue a través de esa misma frontera, bordeando la mítica ciudad de Pripyat, que las tropas rusas ingresaron a Ucrania en febrero de 2022 buscando llegar a Kiev en pocos días y así evitar una guerra prolongada, como la que hoy mantiene en vilo a todo el continente y al mundo. El fracaso de aquella ofensiva todavía es una espina en el costado del generalato ruso.
Svetlana, Igor y Viktor
Ahora es abril y un sol radiante arranca un brillo tornasolado al río Telev. Nadie sabe si es un adelanto excepcional de la primavera o un efecto del calentamiento global, pero lo cierto es que, en la Ucrania del frío estepario hoy hace calor de verano. “Los días están espléndidos”, sonríe Svetlana mientras cuenta que tiene 43 años, tres dientes de latón y dos hijos discapacitados: Igor y Viktor, aunque cuida también de dos sobrinos, porque su marido y su hermano pelean en algún lugar de los 1200 km que tiene el frente de batalla, aunque reconoce que hace varios días que no sabe nada de ellos.
Vive en Piski, una comunidad rural cerca de Chernobyl que apenas supera el centenar de habitantes y de la que nadie se acuerda, salvo para hablar en susurros de las semanas que pasó ocupada por tropas rusas. “A pocos días de iniciada la invasión llegaron muchos soldados y tanques por la frontera con Bielorrusia. Tuvimos que escondernos en la casa que antes era de un vecino y ahora está abandonada y en ruinas”, cuenta como rememorando una pesadilla a la vez lejana y muy presente.
Mientras habla, Svetlana se aferra a una bolsa de ayuda humanitaria que una ONG reparte cada tanto en el único centro de salud de Piskin y que contiene lo imprescindible para vivir unos días. Gana 8.000 grivnas al mes -unos 200 dólares-, que apenas le alcanzan para comprar alimentos y pagar servicios de luz, agua y gas. Alquiler y gastos de niños aparte. No se imagina el final de la guerra.
Igor es el hijo mayor de Svetlana. No recuerda exactamente cómo fué que se quedó hemipléjico, pero sí sabe con certeza que era un verano soleado en el que nadaba en un estanque junto a sus amigos. Antes de la guerra era un joven atlético y despierto. Ahora, postrado en su cama, acumula colillas de cigarrillos West sobre la mesa de luz, mientras sigue el avance de la guerra por Télegram. “A pesar de esta situación voy ahorrando de a poco lo que me sobra de la pensión que me da el gobierno para comprar máquinas que me ayudan a ejercitarme y no perder tanta masa muscular”, cuenta entusiasmado mientras señala un rack con barra y algunas pesas compradas con mucho esfuerzo.
Cada mañana Igor se arrastra desde su cama hasta las máquinas con las que intenta mantenerse sano físicamente y cuerdo mentalmente. “Me ayuda a despejar la cabeza”, afirma mientras acaricia sus pesas como quien toca a un ser querido. Igor vive con su madre y su hermano, que padece retraso madurativo, en una granja cerca de Chernobyl. “Aquí ya no vive nadie. Los pocos vecinos que había se fueron cuando empezó la guerra”, cuenta mientras en el patio un perro atado a una cadena ladra desesperado.
Igor se queda en su rack dispuesto a agotar sus dos horas de ejercicio diario. El comedor luminoso se descascara en capas y capas de papel y pintura. Una bañera de la era soviética en un cuarto sin puerta junto a una ventana sin vidrio componen el ajuar de un baño que comparten tres personas. Svetlana se empeña en mostrar todos los rincones de la casa mientras asegura que, aunque son pobres, son gente limpia.
Alena
A pocos kilómetros al sur de Piski vive Alena con su mamá Natasha. Su pueblo es conocido por ser el territorio en el que la ofensiva rusa se detuvo en seco. La batalla de Ivankiv sembró de esquirlas de metralla todas las casas y edificios del lugar. Algunos vecinos aseguran que, por esos días, un tendal de muertos y vehículos incendiados alfombraba la entrada al pueblo. Ambas viven en una pequeña parcela con varias gallinas, algunos perros y un ganso.
“Alena tiene parálisis cerebral infantil. Tiene 12 años, que son los años que lleva en mis brazos”, cuenta Natasha mientras su hija saluda con un gemido triste. Alena no camina, no habla, prácticamente no ve, nunca será un ser autónomo, y sin embargo, se aferra a la vida como a las caderas de su madre que la atiende con todo el amor del mundo. Natasha cuenta que la única ayuda que recibe es una pensión por discapacidad de 170 euros al mes, que lograron tras años de tediosas batallas burocráticas. “El gobierno nos recortaba el monto de la pensión porque consideraba que la niña iría mejorando con el tiempo. Lo que no entienden es que Alena nunca va a ser normal”, dice Natasha y se queda en silencio.
Alena tiene 4 hermanos. Algunos viven en Europa, otros en Ucrania, ninguno en Ivankiv. Su padre aporta económicamente al mantenimiento pero se ausenta en las tareas de cuidado. Dinero no es lo único que Natasha y Alena necesitan, anhelan un centro adaptado al que poder acudir aunque sea por algunas horas al día. “Todo es con ella, mi vida es con Alena en brazos. Lavar los platos o ir al mercado, alimentar a los animales, sembrar y cosechar la tierra, ir al baño, a buscar leña en invierno o al río en verano”, explica Natasha como quien describe, sin quejarse, el trabajo cotidiano de toda una vida. Alena ríe.
El año pasado, poco después de la llegada de las tropas rusas a Ivankiv, a Natacha le diagnosticaron un cáncer de estómago. Pasó por quimioterapia y perdió el pelo. Luego llegaron los bombardeos de artillería y los drones shahed. Finalmente se sometió a una operación de gastrectomía: se le extirpó el estómago y se le unió el final del esófago con el intestino delgado. Ahora sólo come pequeñas cantidades de salchicha y algún pepinillo en conserva. Con todo, Natasha está contenta porque ha vuelto a crecerle el pelo.
Un velo que lo tapa -casi- todo
La retórica de la guerra en Ucrania es un cuplé donde danzan los obuses, los misiles, los tanques y los soldados, pero nunca los médicos, los terapeutas, los educadores y los asistentes sociales. Por primera vez en 200 años de diplomacia argentina, el presidente Javier Milei apuesta por un belicismo inédito en nuestra tradición política exterior.
Un estentóreo ruido con pocas nueces, que nos deja cerca de un conflicto al que nuestro país sólo debería aportar ayuda en forma de cuidados y alimentos. Las otras víctimas de esta maldita guerra -las personas con diversidad funcional, los electrodependientes, las personas con obesidad, los viejos, las madres, hijas, primas, hermanas de los muertos que ya se cuentan por decenas de miles en ambos bandos-, lo agradecerán.
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