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“Recosté mi rostro sobre tu pecho y lo amé”, o la conquista corporal del vacío
«Recosté mi rostro sobre su pecho y lo amé» es una obra de teatro que propone una poética intertextual entre la literatura bíblica y la resistencia piquetera del año 2001. Con la dirección y dramaturgia de Rafael Taborda y la soberbia actuación de Camilo Araya esta pieza teatral plagada de erotismo, política y arte pictórico nos demuestra que la fuerza lumínica de la palabra es capaz de desafiar la opresiva desolación del vacío.
La caja negra de «Espacio Cirulaxia» se encuentra vacía, no observamos ni un solo elemento físico que la interrumpa. Sin embargo, aunque la espacialidad de la sala no exhiba objetos, esta se ve afectada por la disposición de otro espacio de llamativas características. Se trata de una habitación compuesta por tres paredes y un frente abierto hacia el público. La ubicación de este habitáculo es decididamente extraña, ya que se sitúa en el extremo derecho del fondo, es decir que ocupa uno de los tercios más alejados del territorio visible, desestructurando así el instinto canónico que busca simetría en el centro. Estamos frente a dos ambientes vacíos que se relacionan en claro desequilibrio: uno pequeño, lejano y desplazado, otro amplio, omnipresente e intimidante. Juan, único de la obra, personaje interpretado por Camilo Araya, se manifiesta en la extrañeza de la segunda y relegada habitación. Pronto comprendemos que ese lugar es su refugio, es en esa “cueva” donde nuestro protagonista se prepara para adentrase en el gran vacío que le espera.
El escenario es pura desolación, pero al borde del inicio del primer plano cercano a las gradas se enciende una luz cenital cálida y el actor atraviesa la oscuridad para ser cobijado por ella. El cuerpo en escena deambula perdido, cuando se enreda en el extenso vacío de la penumbra circundante, por ello el cálido enfoque que irradia desde lo alto lo protege como un manto virginal. Quizás por ello la forma triangular que dibuja el trazado lumínico emula la habitual disposición que los pintores renacentistas otorgaban al manto de la Virgen María, capaz de salvaguardar cualquier alma refugiada en su interior. La “Madonna della misericordia” de Lippo Memmi es un gran ejemplo de ello, dado que en esta obra de arte los cuerpos que se insertan dentro del divino ropaje en forma de cono, disfrutan de un cerco protector infranqueable.
Lippo Memmi (1350) “Madonna della misericordia”. Duomo de Orvieto.
Primero la luz, segundo el movimiento, tercero la palabra
El brillo cálido que confronta la oscuridad es el comienzo, pero la figura escénica necesita de algo más para abandonar el pesar que lo rodea, por lo que Juan no sólo se mueve hacia la luz, sino que encarna la palabra. Primero la luz, segundo el movimiento, tercero la palabra. Juan comienza sus dicciones cuando alcanza el recoveco que traza la luminosidad y es allí, en la alianza entre la luz y el verbo, en donde se convierte en cuerpo la sombra fantasmal que vacilaba errante por el espacio.
Lo primero que oímos es una sacudida poética, una concatenación de frases sentidas sobre un amante perdido. La voz de Juan exhala su pasión amorosa con una desesperación contenida, sentimos una implosión que atraviesa la insuficiente resistencia de un alma con miedo a la perturbación. El ritmo va in crescendo, el cuerpo gana contextura y aquella andanza incorpórea se convierte en recuerdo. Las palabras se repiten, Juan no soporta que las vibraciones de su voz se escapen en el vacío, él precisa reiterar sus dichos hasta que se hagan carne, por lo que cada repetición se realiza con más fuerza y convicción. Desde su presencia, el cuerpo se impone ante un escenario hostil, provocando que el espectador olvide el vacío y se compenetre con una vitalidad llena de energía. Frente a la falta de elementos externos de apoyo, el actor logra imponerse con el dinamismo que provoca su contundente dicción al abrigo de las luces.
Foto: Andrés Malakkian
La influencia artística de la pintura
La dramaturgia lumínica que diseña Agustín Sánchez Labrador es decididamente sofisticada y su carácter pictórico es ineludible. El claroscuro que componen los enfoques construye planos del estilo de Caravaggio, Artemisa Gentileschi o Francisco de Zurbarán, y esta orientación estilística no es una decisión meramente estética, dado que el trazado visual expresa el núcleo conceptual de esta pieza teatral: la batalla entre la luz y la oscuridad, o entre el cuerpo y el vacío. La luz es el nexo entre ambos polos, es una materialidad inmaterial o una corporalidad sin cuerpo, ya que no tiene peso pero ostenta volumen, no es impenetrable pero demarca límites. Juan se sitúa en este conflicto e intenta que su alma intermitente se convierta en cuerpo presente, quiere salir de la potencia para volverse acto, implora abandonar la pasividad con la finalidad de constituirse en tanto hecho.
Cuando parecía que la construcción escenográfica se reducía a una paleta neutra, que oscilaba en la gama que ofrecen el blanco y el negro, arremete un festival de colores brillantes intercalados con virulencia, pintando la sala de rojo, azul o verde. Esta sorpresa cromática se agiganta debido a la música festiva que invade todo el ecosistema, suena una canción que expresa un tono épico y bailable, que como tal conduce al movimiento sensual de un Juan que enfrenta con su cuerpo danzante, el sombrío contexto. Esta es una de las tantas instancias en que la atmósfera sonora compuesta por Siderio de Bervell marca el clima sensible de las escenas, puesto que las elecciones musicales dan lugar a distintos estados emocionales tales como la calma, el frenesí, la tensión o la ternura. En el caso de la danza orquestada por el calor de una música rodeada de colores primarios, Juan exhibe una rebeldía corporal que anuncia la fuerza propia que provoca el amor apasionado, la irrupción sonora y colorista. Es el síntoma del inicio de una comunión vital que superará ampliamente la suma de las partes involucradas.
Una versión local y contemporánea del Nuevo Testamento
La referencia a la madre de la Iglesia que exhibe el diseño lumínico no es un detalle casual, la literatura cristiana se sitúa en el corazón de la emotiva historia que «Recosté mi rostro sobre su pecho y lo amé» relata, por lo que para conocer los hechos que Juan nos comparte debemos introducirnos en la historia de Cristo y los doce apóstoles, contenida en el conjunto de libros del Nuevo Testamento.
Esta obra de teatro toma como insumo central el “Evangelio según Juan”, realizando una reversión provocadora del texto en el cual Juan relata los episodios previos a la “Pasión” con dedicada admiración por Jesús. Juan es el discípulo predilecto de Cristo, y en las sagradas escrituras se exhibe un genuino amor espiritual entre ambos. Pero en esta obra de teatro, ese amor fraternal se erotiza y ambos protagonistas aparecen como amantes. La “Última cena” se reconvierte en un encuentro sexual y la “Comunión” ya no se reduce a un ritual simbólico asociado al pan y al vino, sino que expresa la amalgama generada por el encuentro apasionado de dos seres enamorados. Múltiples elementos presentes en las escrituras bíblicas aquí se muestran reconducidos en nuestro mundo local y contemporáneo: Jesús no está en Jerusalén sino en Córdoba, el río Jordán ahora es el Suquía y en vez de Legionarios del Imperio romano, encontramos el aparato policial represivo que custodia nuestras calles.
Uno de los detalles intertextuales más interesantes recae en el vestuario confeccionado por Ana Rojo, debido a que aunque a simple vista el actor parezca vestir un atuendo contemporáneo de lo más corriente, podemos encontrar diversas capas de contenido conceptual: la musculosa blanca con su correspondiente jean celeste nos recuerda la imagen del obrero clásico de principios de siglo XX, pero el corte abierto del cuello exuda erotismo y sensualidad jocosa, provocando que la vestimenta creada para la funcionalidad del trabajo refleje al mismo tiempo su componente improductivo en tanto elemento jovial de goce. Por otro lado, el buzo con capucha gris, que indica un atuendo suburbano actual, se transforma intempestivamente en un velo religioso, y cuando veíamos un abrigo cotidiano se nos presenta una santa velada bajo un aura de solemnidad. El vestuario sintetiza de manera intertextual el núcleo de esta obra, centrada en la lucha obrera, el erotismo, la referencia bíblica y el ambiente suburbano.
Foto: Andrés Malakkian
Un Jesús piquetero
Lo más impactante de la reversión bíblica de «Recosté mi rostro sobre su pecho y lo amé» es la puesta en escena de un Jesús politizado y combativo. Si bien se han escrito incontables escritos definiendo a Cristo no solo como un líder religioso, sino también y sobre todo como un líder político, esta obra de teatro cordobesa destaca por la hábil conexión de un Jesucristo revolucionario con la lucha piquetera que el pueblo argentino impartió contra el saqueo neoliberal: la verdad que Jesús predica es la verdad de las masas hambreadas por los sectores concentrados. Los doce apóstoles no se reúnen en la lejanía del Monte Sión, ahora se inmiscuyen en la calle y lideran marchas, son los abanderados de la lucha contra la injusticia. Juan está enamorado de un hombre revolucionario, es el impulso de la lucha el que transforma su amor privado en un amor público y universal que busca el cambio social. Pero como ocurre en el relato bíblico, Jesús es asesinado junto al fragor de su mensaje revolucionario, y con él se suspende un movimiento popular dispuesto a transformar las bases de un mundo despiadado.
Es 20 de diciembre de 2001 y la furia de una masa popular ultrajada es repelida con más muertes y mayor sufrimiento. La guardia pretoriana moderna focaliza su represión en los emblemas de la lucha, saben a quienes atacar para crear el desconcierto. Juan es certero y entusiasta para describir su enamoramiento, pero es más sabio y emotivo para describir el dolor y el caos posterior a la caída de su maestro amado, por ello no es casual que este discípulo también haya escrito el libro del “Apocalipsis”. La lucha termina de la peor manera y toda la algarabía popular se traduce en desorientación y derrota. Los piquetes, las cacerolas y la comunión se diluyen en una atomización plagada de vacío.
La verdad de las masas empoderadas
Reflexionamos sobre el comienzo de la obra y entendemos por qué Juan deambula errante entre las sombras. Es la resignación de la lucha perdida la que le quita contorno a su figura y lo sumerge en la oscura llanura de un mundo desalmado. Empezamos a empatizar con su apego a la lejana habitación convertida en cueva, el espacio central de disputa fue conquistado por los reyes del vacío, ellos gobiernan apagando luces y desarmando comuniones. La comunidad pulverizada no pudo reencontrar en un motivo guerrero que la encauce; parece resignada a no recuperar su corporalidad.
Sin embargo, Juan sale de su escondite y atraviesa la densidad opresiva de la espacialidad vaciada. Al transitar el espacio, Juan encuentra una luz e intenta recuperar el elemento corpóreo dispuesto a interrumpir la plana vacuidad. Él sabe que no podrá acariciar nunca más el cuerpo material de su amado, pero sí podrá encarnar su verdad. El amor se hace cuerpo en una verbalización capaz de surcar la piel, aparece en las frases que evaden la mera representación o el reflejo de los hechos; el verbo no es potencia sino acto, el verbo es carne. La verdad que porta Juan es indestructible porque no se expresa en aquella materia física vulnerable a las fuerzas del vacío, sino en la palabra lumínica capaz de dar cuerpo a un pueblo combativo. En esta versión de la Biblia los humildes lucharán para derramar vitalidad unificada sobre el espacio en pugna. Finalmente, la revolución no se realizará en la clandestinidad de las catacumbas sino en la contienda visible de las masas empoderadas.
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