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«Prometeo. Según qué día»: entre la democracia y la resignación
«Prometeo. Según qué día» es una obra de teatro cordobesa que reversiona el famoso mito griego que narra el primer contacto humano con el fuego. Con la dirección de Julieta Daga y la hábil actuación de David Picotto esta obra se introduce en el relato mítico de Prometeo para encontrar reflexiones exquisitas sobre la libertad, la democracia y el derrotismo de nuestro presente.
Al ingresar a la sala notamos que la disposición habitual del teatro se encuentra invertida: el actor se sitúa en las gradas y el público ocupa el escenario. Esta inversión no es casual, los espectadores son los protagonistas del inicio, son ellos los que deberán decidir el acontecer de la obra. Esta propuesta es una reversión del mito griego de Prometeo. Sabemos el tema de lo que vamos a presenciar, pero lo que no sabemos es su modo de manifestación: puede que veamos un Prometeo en forma de comedia o un Prometeo en forma de tragedia, y esa posibilidad depende de los espectadores. El mecanismo de decisión es la democracia, y los presentes son inducidos a votar a mano alzada su preferencia, sabiendo que la opción de la mayoría será la representada.
Un actor enérgico y risueño
Antes de que inicie la votación las miradas de los ocasionales protagonistas se dirigen a David Picotto, actor único de la obra. Mientras aún no sabemos el veredicto popular que dotara de tragedia o comedia a la obra, Picotto atrapa nuestra atención desplazándose a lo largo de una tribuna negra y vacía. La extraña opacidad del espacio se ve contrastada por la efervescencia del cuerpo andante, el cual emana calidez a través de un llamativo vestuario y un risueño maquillaje. El vitalismo que irradia la vestimenta se magnifica debido al enérgico carisma que distingue al actor, dado que improvisa chistes, interactúa jocosamente con el público y exhibe diversos recursos circenses.
Casi al finalizar este primer acto, previo a la acción del mito, entendemos que David Picotto es nuestro guía, él nos introduce en el mundo griego, él nos narra los sucesos que acaecen sobre Prometeo, él nos explica la diferencia entre la comedia y la tragedia. Quizás sea por eso que su capucha roja nos recuerde al emblemático gorro de Dante Alighieri, poeta que en su Divina Comedia nos guía por la degradación humana del infierno y las virtudes angelicales del paraíso, sintetizando las bajezas de la comedia y las grandezas de los héroes que aceptan su ineludible destino trágico. Picotto es nuestro Dante, y dado que en esta función finalmente el público se inclinó por la tragedia, descartando así la comedia, seremos conducidos a un micromundo desangelado en donde el actor encarnará un Prometeo doliente que ostenta tanto miserabilidad como grandeza.
El abrupto advenimiento de un microcosmos sombrío
Resultaba extraño saber que veríamos una versión trágica de Prometeo, debido a que el ambiente en el acto introductorio de esta pieza teatral era ameno y festivo, ¿de qué manera la risa y la comodidad se transformará en tormento solemne? El cambio es brusco y certero, la vitalidad que circundaba se apaga velozmente en la implementación de una atmósfera lúgubre y atemorizante.
Lo primero que irrumpe es una melodía de cellos y violines cargada de una espesa tensión dramática, pero lo que más impacta es el paso siguiente. Una estructura escenográfica se despliega intempestivamente sobre nuestro espacio visible: una suerte de tela compuesta por bolsas de consorcio delimita un opaco microcosmos que toma una extraña forma, similar a una carpa endeble. Nosotros nos vemos acorralados adentro de la estructura, circunstancia necesaria para que verdaderamente nos sintamos inmersos en un universo diferente al nuestro. Por más extraño que parezca, la misma textura del techo hecho a base de polietileno se impone como el cielo de una oscura noche tenebrosa. Junto a este detalle, las frágiles “paredes” de la carpa nocturna se ven constantemente sacudidas, y aunque es evidente que ese movimiento responde al trabajo manual del equipo escenotécnico, sentimos la invasión de un viento incontenible que presagia una tormenta.
El truco escenográfico funciona y admiramos el logro de trastocar drásticamente el espacio a través de materiales decididamente austeros. En este micromundo, que nos lleva a experimentar la sala de María Castaña en una estrechez desconocida, abandonamos nuestro inicial papel protagónico y nos dejamos llevar por las sabias decisiones de los hacedores teatrales; aceptamos la invitación a sumergirnos en el ecosistema de la tragedia griega y soltamos nuestra libre deliberación para vernos afectados por la presencia de lo que existe.
La angustia de Prometeo
Luego de que la escenografía hiciera su aparición deslumbrante, ha llegado el momento de ver lo que esperábamos desde el principio: Prometeo encadenado. El actor ha salido de escena durante todo el segmento que transformó la sala en una guarida sombría, y su nueva aparición se hace eco de esa transformación: cuando lo vemos salir observamos otra persona, el personaje jovial del comienzo se ha pulverizado para dar lugar a un sujeto atormentado que exhala desde su rostro un sentimiento derrotista y desesperanzado.
La aparición de Prometeo no es del todo completa, ya que solo vemos asomar su cabeza blanca y sus manos por un agujero inserto en la pared norte del microcosmos de polietileno. Este agujero tiene forma de vulva, lo cual parece indicar aquello que Pascal Quignard asociaba a la angustia humana desde el mismo momento del nacimiento, en donde se manifiesta la eyección del cuerpo por fuera de su unidad primigenia. La palabra “angustia” viene de la palabra latina “angustus” que significa estrecho, y el malestar humano emerge en el instante en que el cuerpo naciente atraviesa la rasgadura angosta hacia la vida.
Pero aquí Prometeo no está totalmente desprendido, se encuentra en un híbrido pasaje que no lo deja salir pero tampoco lo deja entrar. Su cuerpo se ha mimetizado con el entorno en sentido conceptual y material, ya que salvo su cabeza y sus manos el resto de su cuerpo se encuentra atrapado en la cortina de polietileno que conforma la estructura circundante. Su nuevo vestuario es una extensión de la escenografía, Prometeo se ve encadenado al contexto que lo oprime, no existe división entre sujeto y conjunto, no hay lugar para un alma libre capaz de ejercer sus decisiones, pero tampoco puede mimetizarse plenamente con las leyes cósmicas que impone su entorno. El Titán se reviste de humanidad, deja de poder intervenir el mundo tal como lo hacen los dioses y se reconoce como un ente impotente; guarda la lucidez reflexiva de un ser divino pero pierde la capacidad de acción, atraviesa una mixtura lacerante entre el Olimpo y la tierra.
El determinismo del pensamiento griego
Este conflicto se introduce en el corazón de la cosmovisión griega del mundo, debido a que en la Antigua Grecia los sujetos no creían en su capacidad de cambiar el curso de los acontecimientos, los hechos de la historia respondían a la necesidad armónica del Cosmos, y toda circunstancia era considerada parte de un destino inmodificable que solo cabía asumir. Si tomamos esta visión debemos abandonar nuestra idea voluntarista de libertad, ya que no existe la culpa por lo decidido y todas nuestras acciones, virtuosas o desmesuradas, están escritas de antemano en el decurso del destino. En esta obra de teatro, Prometeo se lamenta por lo sucedido pero lo acepta, no fantasea con otros mundos posibles ni evalúa sus actos en tanto errores. La idea moderna de un sujeto libre y autónomo, capaz de tomar decisiones activas, es una quimera impensable para el cuerpo derrotado de un Prometeo en transición inconclusa.
¿De qué se lamenta Prometeo?
Según la versión clásica del mito griego, Prometeo es un Titán que desafió a los dioses al robarles el fuego y entregarlo a los humanos, circunstancia que dió lugar al origen de la civilización y el progreso tecnológico. Por esta acción Zeus castigó a Prometeo encadenándolo al monte Cáucaso, para así facilitar la perversa visita diaria de un águila que le devora su hígado, órgano que día a día se regenera luego de cada ingesta, multiplicando así el dolor que el ave infringe a un cuerpo indefenso.
En «Prometeo. Según qué día» nuestro personaje no parece sufrir tanto por su despiadado castigo, sino por las consecuencias de sus actos en el seno de la humanidad: el fuego no solo dio lugar a la expansión técnica, sino también al sometimiento, la destrucción y la maldad. El humano no ha usado el fuego para construir un mundo más justo, sino para aumentar su poder y su codicia.
Paradójicamente, la desmedida pasión violenta que ha sembrado la destrucción del mundo humano no trastoca el orden cósmico que sustenta el pensamiento griego, sino que lo alimenta: la armonía no es un perfecto balance, sino una tensión entre contrarios que se repelen. La historia de la civilización es posible gracias al dinamismo de la competencia fratricida entre los hombres. El propio Heráclito sostenía que la armonía no reside en la paz, sino en naturaleza de la guerra, debido a que según su filosofía el equilibrio general se alcanza gracias al desbalance provocado por opuestos en pugna permanente. El odio, la muerte y la destrucción parecen ser males necesarios dentro de una concepción del mundo despiadada; si creíamos que los griegos eran representantes cristalinos de lo luminoso, esta obra nos recuerda su costado más oscuro y cruel.
El Prometeo que observamos en escena se empapa de resignación e impotencia, no es capaz de cuestionar profundamente las leyes que gobiernan la cosmovisión del entorno que lo subyuga. La subjetividad no es realmente libre, no tiene manera de deprenderse y elegir de modo autónomo, por lo que su única vía de elevación espiritual reside en practicar el ejercicio de catarsis y dejarse conmover, ya que como bien decía Aristóteles, el arte y el teatro provoca Kátharsis en el espectador, es decir que genera el refinamiento de los sentimientos con el fin de que estos se adecuen a la realidad. Frente a la mirada aristotélica, Prometeo no se identifica con lo sucedido ni termina de cuestionarlo, atraviesa la angustia de habitar un entre permanente que lo vuelve una figura tanto griega como ajena, se consolida como un crítico interno que no conoce los elementos externos que le permitirían romper la opresión de modo definitivo. Como vemos, no existe anhelo de transformación, el humano deposita el cambio en los dioses resignando su libertad, el ejercicio activo de su alma se reduce a una purificación basada en el humillante sometimiento subjetivo al imperio inmodificable de lo que existe.
La continuidad impensada
Al finalizar la obra tomamos conciencia de una extraña coincidencia entre el lejano mundo griego y nuestro presente: la voracidad del capitalismo actual no parece dejar lugar para el cambio o la libertad. Mientras el mundo se ve destinado a la desigualdad extrema y el colapso ambiental, el sujeto se muestra impotente y resignado. Los humanos ya no sienten culpa, porque creen que las consecuencias de sus actos serán insignificantes para el avasallante contexto. No hay culpa ni libertad, solo lamento y resignación, lo cual permite cierta tranquilidad y seguridad: sean cuales sean nuestras decisiones el mundo no permite otra posibilidad.
Mientras muchos defendemos la democracia como aquel territorio de disputa en el cual somos capaces de intervenir eficazmente en el proceso público, existe un sentimiento generalizado que reduce el ejercicio democrático a la votación. Al igual que sucede en esta obra, el protagonismo ciudadano sucede en el acto efímero de colocar la responsabilidad en otros. La humanidad impotente parece haber olvidado la conquista civil de la acción colectiva, ahora se resigna a relegar su papel protagónico y aceptar la degradación social existente.
Sin embargo, es importante recordar que el Prometeo de esta versión cordobesa no solo se lamenta, sino que también reflexiona y diagnóstica lúcidamente el escenario de los hechos. Esta obra no asume la arrogante tarea de pretender abolir la injusticia, pero sí construye conocimiento a partir de una inteligente propuesta intertextual que alumbra la actualidad a partir del diálogo con la tradición griega. El arte por sí solo no tiene poder de transformación, pero si es una fuente incalculable de conocimiento y reflexión. Los artistas son capaces de dinamizar el irreflexivo pensamiento cotidiano, el cual suele acorralarnos en una anodina gama de posibilidades funcional a intereses ajenos. No hay democracia plena sin intervención protagónica en el escenario de los hechos, y esa posibilidad se vuelve pensable en la construcción colectiva del conocimiento que solo el arte exterioriza.
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