Las orquídeas negras de Mariana Callejas

Poco después del golpe de Estado en Chile, Mariana Callejas y su pareja, el agente de la CIA Michael Townley instalaron en el sótano de su casa del barrio santiaguino de Lo Curro un centro de detención, tortura y muerte. Una vez por semana en aquella casa se celebraban talleres literarios a los que asistía lo más granado de las letras chilenas mientras en el piso de abajo se torturaba a personas detenidas-desaparecidas. A 50 años del golpe recordamos, de la mano de Pedro Lemebel, cómo eran las orquídeas negras de Mariana Callejas.

Por Pedro Lemebel

Concurridas y chorreadas de whisky eran las fiestas en la casa pije de Lo Curro, a mediados de los setenta. Cuando en los aires crispados de la dictadura se escuchaba la música por las ventanas abiertas, se leía a Proust y Faulkner con devoción y un set de gays culturales revoloteaba en torno a la Callejas, la dueña de casa. Una diva escritora con un pasado antimarxista que hundía sus raíces en la ciénaga de Patria y Libertad. Una mujer de gestos controlados y mirada metálica que, vestida de negro, fascinaba por su temple marcial y la encantadora mueca de sus críticas literarias. Una señora bien, que era una promesa del cuento en las letras nacionales. Publicada hasta en la revista de izquierda "La Bicicleta". Alabada por la elite artística que frecuentaba sus salones. La desenvuelta clase cultural de esos años que no creía en historias de cadáveres y desaparecidos. Más bien le hacían el quite al tema recitando a Eliot, discutiendo sobre estética vanguardista o meneando el culo escéptico al ritmo del grupo Abba. Demasiado embriagados por las orquídeas fúnebres de Mariana, la Callejas.

Muchos nombres conocidos de escritores y artistas desfilaron por la casita de Lo Curro cada tarde de tertulia literaria, acompañados por el té, los panecillos y a veces whisky, caviar y queso Camembert, cuando algún escritor famoso visitaba el taller, elogiando la casa enclavada en el cerro verde y el paisaje precordillerano y esos pájaros rompiendo el silencio necrófilo del barrio alto. Esa tranquilidad de cripta que necesita un escritor, con jardín de madreselvas y jazmines "para sombrear el laboratorio de Michael, mi marido químico, que trabaja hasta tarde en un gas para eliminar ratas", decía Mariana con el lápiz en la boca. Entonces todos alzaban las copas de Old Fashion para brindar por la alquimia exterminadora de Townley, esa swástica laboral que evaporaba sus hedores, marchitando las rosas que morían cerca de la ventana del jardín.

Es posible creer que muchos de estos invitados no sabían realmente dónde estaban, aunque casi todo el país conocía el aleteo buitre de los autos sin patente. Esos taxis de la Dina que recogían pasajeros en el toque de queda. Todo Chile sabía y callaba, algo habían contado, por ahí se había dicho, alguna copucha de cóctel, algún chisme de pintor censurado. Todo el mundo veía y prefería no mirar, no saber, no escuchar esos horrores que se filtraban por la prensa extranjera. Esos cuarteles tapizados de enchufes y ganchos sanguinolentos, esas fosas de cuerpos retorcidos. Era demasiado terrible para creerlo. En este país tan culto, de escritores y poetas, no ocurren esas cosas, pura literatura tremendista, pura propaganda marxista para desprestigiar al gobierno, decía Mariana subiendo el volumen de la música para acallar los gemidos estrangulados que se filtraban desde el jardín.

Con el asesinato de Letelier en Washington y luego la investigación que develó los secretos de Lo Curro, vino la estampida del jet set artístico que visitaba la casa. Varios recibieron invitación para declarar en EE.UU. pero se negaron aterrados por las amenazas telefónicas y misivas de luto resbaladas bajo las puertas. Y sólo una mujer anónima, aceptó via1jar y reconocer el acento Miami de los cubanos amigos de Michael, que una noche por sorpresa se cruzaron con ella después de una fiesta.

Aun así, aunque Mariana se convirtió en yeta cultural y por varios años desplegó el terror en los ritos literarios que visitaba, igual le quedaron perlas colizas en su collar de admiradores. Igual ejercía un sombrío poder en los fanáticos del cuento que alguna vez la invitaron a la Sociedad de Escritores, la fichada casa de calle Simpson llena de afiches rojos, boinas, ponchos y esas canciones de protesta que Mariana escuchó indiferente sentada en un rincón. Allí todos sabían el calibre de esa mujer que fingía escuchar atenta los versos de la tortura. Todos preguntando quién la había invitado, nerviosos, simulando no verla para no darle la mano y recibir la leve descarga electrificada de su saludo.

Seguramente, quienes asistieron a estas veladas de la cursilería cultural post golpe, podrán recordar las molestias por los tiritones del voltaje, que hacía pestañear las lámparas y la música interrumpiendo el baile. Seguramente nunca supieron de otro baile paralelo, donde la contorsión de la picana tensaba en arco voltaico la corva torturada. Es posible que no puedan reconocer un grito en el destemple de la música disco, de moda en esos años. Entonces, embobados, cómodamente embobados por el status cultural y el alcohol que pagaba la Dina. Y también la casa, una inocente casita de doble filo donde literatura y tortura se coagularon en la misma gota de tinta y yodo, en una amarga memoria festiva que asfixiaba las vocales del dolor.

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