
Francisco pasó a la inmortalidad
Esta mañana, el Papa Francisco dio su paso a la inmortalidad. Falleció en la Octava de Pascua, a sus 88 años, tras un mes de grave estado de salud como consecuencia de una neumonía bilateral.
Este lunes, cuando el mundo se estremeció por la noticia del fallecimiento del Sumo Pontífice, Melchor López -vicario de los pobres de la Arquidiócesis de Córdoba- ya lo intuía. “Por la situación de salud en estos últimos meses, me venía preparando… pero nunca uno está realmente preparado”, confesó, con voz temblorosa.
La noticia lo empujó a hacer dos cosas inmediatas: llamar a un cercano referente, el arzobispo Ángel Rossi y luego rezarle a la Virgen de Lourdes. “Le pedí por el descanso eterno del Papa y que nos ayude a fecundar todo lo que él sembró en la Iglesia”.
A veces la historia no solo se escribe con palabras sino con acciones y gestos. Con la palma extendida al caído, con la rodilla doblada en la tierra, con un abrazo que no pregunta antecedentes. Así recuerda a Bergoglio, el sacerdote cordobés, quien desde muy joven eligió vivir su ministerio con la misma radicalidad evangélica que el Papa.
La historia entre Melchor y Jorge Mario Bergoglio no es de fotos ni de visitas oficiales. Es una historia de momentos que podrían parecer insignificantes en una cronología pontificia, pero que reflejan el alma misma de su legado.
Melchor lo conoció cuando todavía era diácono. Tenía apenas 34 años, cuando sirvió el altar en una misa de jueves, que el entonces cardenal Francisco grababa para emitir los domingos. Fue en la Catedral de Buenos Aires, en el año 2011. Tiempo después se cruzaron nuevamente en Luján, en plena peregrinación juvenil, cuando Bergoglio caminaba solo por una calle lateral tras confesar durante horas. “Estaba contento porque esas instancias de callejear la fe lo ponían muy feliz”, recuerda.
Esa imagen —la de un arzobispo que camina solo, después de escuchar confesiones y antes de una misa masiva— es quizás la que mejor condensa el espíritu de Francisco: la fe como cercanía, como presencia real. Una Iglesia que baja al barro.
Melchor lo dice sin vueltas: “No se puede borrar lo que él nos dejó. Quedará presente siempre”. Y esa herencia no es un conjunto de frases, ni siquiera de documentos, aunque también los haya y de altísimo valor. Es una vida encarnada en decisiones concretas: poner a los pobres en el centro, jugársela por sus causas, enfrentar las lógicas de poder, aún dentro de la Iglesia Católica.
Cuando Melchor se enteró de que el arzobispo de Buenos Aires se convertía en Papa el 13 de marzo de 2013, el cuerpo le respondió antes que la cabeza. “Me caí de rodillas y lloré. Porque sabía que se venía algo muy significativo, no solo para la Iglesia, también para mi vida”, dice. Y no exagera. A lo largo de estos doce años, Francisco generó un punto de inflexión en la vocación de miles de curas y laicos, como en el caso de Melchor.
“Me marcó profundamente, hasta el punto que estoy dedicado a que mi ministerio pastoral sea con los pobres y para los pobres todo el tiempo”, cuenta. Y el “todo el tiempo” no sólo es una metáfora. Es la agenda real de un cura que vive y trabaja en las barriadas, que celebra misa en las esquinas, acompaña a los pibes en conflicto con la ley o el consumo problemático de sustancias; a las mujeres víctimas de violencia, y a los adultos mayores que ya nadie visita.
“Gracias al Papa Francisco por impulsarnos a arriesgar la vida por el Reino, para que cada persona tenga un abrazo, una caricia, una mirada de ternura. Para que cada pobre pueda tener la esperanza de una situación mejor para sí y para su familia”, expresa.
Porque ese es el otro legado del Papa, dejar una tarea abierta, no “canonizar” su figura. Francisco fue un Papa en movimiento, y como tal, buscó dejar una Iglesia en movimiento.
“Con sus palabras, con sus gestos, con sus decisiones, nos hizo más evangélicos”, dice Melchor. Y ahí está quizás una de las claves más profundas del pontificado de Francisco. Porque no sólo habló de pobreza, se involucró. Desde la renuncia a los privilegios hasta la apertura de debates incómodos como la pederastia, el cambio climático, el colonialismo y el “dios dinero”, pasando por una presencia activa en conflictos bélicos y ambientales.
“Nos enseñó que equivocarse no está mal si lo haces jugándotela por el otro. Que ser Iglesia no es una posición cómoda. Que ser Iglesia es correr riesgos, alejarse de los poderosos, estar cerca de los pequeños”, enumera Melchor. Y agrega: “Eso implica estar con los que luchan contra el hambre, contra el narcotráfico, contra la falta de vivienda, contra la desesperanza”.
Para Melchor, Francisco no solo cambió el relato eclesial, transformó el modo de vivir la fe. Su opción por los pobres fue teológica, pastoral y política.
Desde su elección en 2013, el Papa oriundo de Flores tomó decisiones concretas que marcaron una ruptura con los lujos del Vaticano: eligió vivir en la residencia de Santa Marta y no en el Palacio Apostólico; llevó una cruz de hierro en lugar de las cruces tradicionales de oro; se movilizó en autos modestos, como un Ford Focus, en lugar de vehículos de alta gama. Como arzobispo de Buenos Aires, ya viajaba en colectivo y vivía en un pequeño departamento.
En cuanto a debates incómodos, creó una comisión para estudiar el diaconado femenino (2016, reactivada en 2020), planteó públicamente la posibilidad de asignar como sacerdotes a hombres casados en regiones remotas como la Amazonía (Sínodo Amazónico, 2019), y en entrevistas habló de que el celibato “no es un dogma” y “puede ser revisado”.
Sobre las personas de la comunidad LGBTQ+, dijo en 2013: “¿Quién soy yo para juzgar?”, e impulsó leyes civiles que reconocen uniones entre personas del mismo sexo. En 2023, autorizó la bendición pastoral a parejas del mismo sexo en ciertos contextos.
En temas sociales y ambientales, publicó la encíclica “Laudato Si’” (2015), un documento clave donde critica el modelo capitalista de producción y llamó a una “ecología integral”.
Convocó tres Encuentros Mundiales de Movimientos Populares (2014, 2015, 2016), en los que defendió el “techo, tierra y trabajo” como derechos humanos fundamentales. Denunció la deuda externa como forma de opresión en repetidas ocasiones, incluyendo su visita a Bolivia (2015).
Por eso, tal vez, su muerte deja tanto dolor. Pero también una enorme gratitud y una responsabilidad: continuar.
Una de las expresiones más recordadas de Francisco fue aquella de preferir “una Iglesia accidentada, herida y manchada por salir a la calle, antes que una Iglesia enferma por encerrarse en la comodidad de sus propias seguridades”. Melchor hace eco de esa frase cada vez que recorre los pasillos de su parroquia en los márgenes de Córdoba, donde la fe no es liturgia sino abrazo, comunidad, olla popular, taller de oficios, escucha.
Melchor se queda con imágenes que no necesita encuadrar: el Papa caminando solo en Luján. Abrazando a los cartoneros en Roma. Arrodillado lavando los pies de presos, mujeres y migrantes.
“Ese es el Francisco que queda en nosotros. El que no buscó el poder, sino el servicio. El que nos empujó a arriesgar la vida. Nos habilitó a que no tengamos miedo de embarrarnos, de fracasar, de que nos vaya mal. Nos habilitó a jugarnos. Hay que estar donde duele, como Jesús. No desde arriba, sino a la par”, lanza el cura cordobés.
“Todo esto nos lo metió en el corazón Francisco, y no se borra así nomás”, resume Melchor. La Iglesia que él soñó ya no es una promesa. Es una práctica viva, presente en miles de parroquias, curas, religiosas, y sobre todo comunidades organizadas que, desde abajo, transforman lo real.
Su muerte, entonces, no es una clausura. Es una chispa. Una chispa que recuerda que hay que seguir caminando, seguir organizando, seguir creyendo que otra Iglesia —y otro mundo— es posible.
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