Tanta gloria y tanto futbol desplegado por el mundo

La emoción de una consagración tan esperada resignifica las frustraciones deportivas de los mundiales anteriores. En este texto Nacho Bisignano recorre un camino introspectivo desde su primera experiencia mundialista hasta la enorme alegría de ser campeones en Qatar.
Foto: Julito Pereyra

Era madrugada. Me desperté de un largo sueño mientras me daba cuenta que me había quedado dormido en un sillón.

–“Ya empieza el partido”, me dijeron

-“¿Qué partido?” pregunté

-“El de Argentina. Es el debut del mundial y somos candidatos”.

Nunca había visto futbol, y nada sabía sobre la selección, la copa del mundo y la expectativa que generaba. Fui hacía una cocina y frente a un televisor de tubo me sumé al extenso grupo que esperaba hace meses algo de lo que recién me enteraba. Antes del comienzo del partido se coreaba una canción. Era tan bella que aún hoy me cuesta creer que sea una cortina publicitaria. “Eran otros tiempos, era otra la historia…”.

La melodía me enseñó en un chispazo todo lo que tenía que saber: mi país tenía dos copas, la primera con el matador envuelto en banderas y la del Diego, con la que tocamos el cielo en el '86. Por entonces la selección de azul se enfrentaba a un equipo con una extraña camiseta verde flúor. Era la vestimenta de Nigeria, país africano de gran juego que injustamente nunca consiguió ser protagonista en los mundiales. Las imágenes que invadieron mis ojos me encandilaron, me convertí en un bicho arrastrado irremediablemente hacia la luz.

Recuerdo ese momento, nadie cree que mi memoria retenga tanto aquellos instantes del año 2002. Tenía siete años y mi vida cambiaba para siempre. Batistuta metió un cabezazo y sentenció el 1 a 0 definitivo

Busqué ese gol durante años y una década después lo descubrí en Youtube. Al finalizar el partido, mi tío me mostró un álbum de figuritas del cotejo deportivo. En la primera página exhibía todos los campeones del mundo. Aprendí que Brasil, nuestro eterno rival y el equipo más grande de todos tenía 4 copas. Alemania e Italia 3, Uruguay y Argentina 2, Francia e Inglaterra 1. Íbamos por la tercera, era el mundial que mejor llegábamos. El equipo de Bielsa funcionaba como un relojito y les ganábamos a todos.

Esa experiencia me abrió un mundo desconocido. Había tanto para conocer, tanto por vivenciar. Un universo multicolor de banderas de todo tipo me llevó a indagar sobre las particularidades de cada país ¿Cómo se vivirá en Arabia Saudita? ¿España es bueno en el fútbol? ¿Por qué en Japón es de día y acá es de noche? Lo primero que aprendí de Corea, Senegal, Francia y Turquía fueron los colores de sus banderas y su despliegue en el campo de juego. Ese aventón inicial fue el primer paso para aprender con voracidad las riquezas culturales que inundan el planeta. Irónicamente, mi primer mundial fue la mejor formación que podía obtener como infante de pocos años. Tomé conciencia del mundo y de la geografía.

Se venía Inglaterra. Era por la mañana y justo en horario escolar. En el auditorio del colegio vi junto a todos los cursos de primaria uno de los partidos más dolorosos de la historia de nuestro fútbol. Con un mediocre gol de penal, nos vencía un rival que representaba tanto lamento para nuestro pueblo. Para colmo, me enteré que ese resultado comprometía seriamente las posibilidades argentinas de clasificar a la siguiente ronda.

Apareció una sensación nueva para mí pero harto conocida por casi todos los argentinos: la ansiedad insoportable de que llegue el siguiente partido para apagar la amargura de la derrota reciente. Los días se hacían lentos, pero una noche el momento tan ansiado llegó

Estaba en sentado al lado de mi abuela en la parte trasera de un auto. Mientras atravesamos la Duarte Quirós a la altura de Albarracín Pereyra observé un improvisado puesto ambulante repleto de camisetas, cornetas y banderines.

-“Mira abuela, está lleno de cosas argentinas”

- “Claro”, me contestó.

-“Hoy a las 3 de la mañana juega argentina”

-“Hoy? Es hoy? ¿y es difícil Suiza?” le respondí.

- “Es Suecia no Suiza", respondió y añadió "Tiene un equipo duro, aunque si Argentina juega como siempre no tendrá problemas”.

Mi emoción no podía ser más grande. Ansiaba pararme al frente de la tele más allá de que fuera un horario desconocido para un chico de primaria. La historia se repitió: me quedé dormido y a las tres menos cinco de la mañana me despertaron. La ingenua felicidad de alguien que prueba algo nuevo se diluyó en el correr de una madrugada oscura. Aunque el piojo Lopéz, Sorín y el Kili Gonzales hicieron todos los deberes para que el arco vikingo cediera su cero, el marcador lo quebró Svensson en un tiro libre envenenado que ni la barrera ni Pablo Caballero pudieron contener.

Esa pelota inflando la red argentina fue un puñal que mi inexperta sensibilidad no pudo soportar. Me fui a mi habitación a llorar, sin poder ver ni un minuto más de lo que sucedía en esas lejanas tierras asiáticas. De repente, me tocan la puerta, era mi hermano y me traía una buena noticia “¡Penal para nosotros!”

Mis lágrimas se diluyeron en un suspiro: había esperanza. Podíamos empatar y tal vez conseguir la victoria. Los nervios antes de la ejecución del Burrito Ortega frente a Hedman eran gigantes. Apenas pitó el arbitro, el impacto de la pelota fue defectuoso y el arquero atajó el penal. Ya no hay esperanza, ni en esa jugada pudimos. Me fui corriendo otra vez lejos de la pantalla y renové mis primeros lamentos deportivos de manera tan intempestiva que no me percaté del favorable desenlace de la jugada: Crespo tomó el rebote manso que quedó deambulando en el medio del área para mandar la pelota adentro de la meta contraria.

Escuché un grito desesperado, no era como el del Bati en el debut, tenía una impronta de desahogo y sufrimiento. Ahí aprendí que el cuerpo descarga su rugido más potente en los goles que nos salvan de la derrota, como el de Rojo en Rusia o el de Messi a México. Y ahí sí, sostuve mi compostura y observé los últimos instantes de ese maldito partido. Creo que fueron los minutos más atrapantes e insoportables que había vivido frente a un televisor. El árbitro marcó el final. Argentina estaba fuera del mundial en primera
ronda. Se apoderó de mí un sentimiento horrible. Nunca había experimentado una desilusión tan grande ¿No era que Argentina era un grande a nivel mundial? Me habían dicho que este deporte era el más lindo y que estaba plagado de alegrías.

Pero después de ver el festejo de los suecos y los cuerpos de los jugadores argentinos caídos sobre el suelo
llegaba a la conclusión de que esto del futbol era una basura.

“¿Y ahora? ¿Qué se hace? ¿Cuándo es el próximo mundial?” – dije llorando

-“ En cuatro años” – me respondieron

- “¿Qué? ¡cuatro años! No tiene sentido. No quiero saber nunca más nada con esto. Odio el futbol y ojalá que nunca más vea un partido”.

A las cinco de la mañana de un jueves que recién estaba empezando acompañé esas palabras con una catarata de insultos inaceptable para mis padres. Como era de esperar me retaron y sufrí una penitencia. Increíblemente ese reto no me importó, mi cabeza abandonó la vergüenza para detenerse en la fallida experiencia deportiva. Se inauguró en mi vida el insomnio y la resignación. No quería seguir pensando en la derrota, pero en mi almohada no resonaba otro tema.

Inocentemente percibía ese junio de 2002 como el momento más triste que podía vivir el país. Estaba en lo cierto, pero no por la fallida incursión deportiva en Asia, sino por un hecho terrible para nuestra historia que en ese tiempo ignoraba.

Dos semanas después de la eliminación del combinado nacional, la policía federal asesinaba brutalmente a Darío y Maxi, en lo que sería una maniobra cobarde para acabar con un ciclo de luchas populares que se iniciaron con la crisis del 2001

La gente estaba desesperada, pero luchaba. Después de la masacre de Avellaneda, la desorientación fue tan grande que la resignación le ganó al sentimiento combativo. el ajuste económico orquestado por El FMI y el establishment internacional, sumergieron al pueblo a un estado desconocido de hambre, desocupación y pobreza. El mundial no era solo fútbol, significaba una posible alegría en el medio de incontables tristezas. Creíamos que quizás allí, en un estadio de Tokio, tendríamos al menos una caricia que nos ayude a enfrentar con menor pesar nuestra realidad agobiante.

Mis insultos hacia el futbol fueron en vano, y luego de ese mazazo inicial mi amor por ese deporte se haría cada vez más grande. Antes que termite ese año estrambótico, asistí a una cancha por primera vez para ver mi nuevo amor: Talleres. Con mi amado club cordobés mi sentimiento futbolero siempre estuvo presente, acompañándome semana a semana mientras mi cotidianidad tenía giros y continuidades. Sin embargo, cuando llega el mundial, el futbol no acompaña mi vida, la paraliza.

Así fue como cada cuatro años disfrute con pasión desaforada de diversos campeonatos del mundo en los cuales Argentina nunca podía ganar por culpa de detalles insólitos: que Riquelme sale antes de tiempo y el Pato Abbondanzieri se lesiona; que Alemania nos hace un gol a los tres minutos arruinando todo lo planeado
por el Diego; que era por abajo Palacios y no nos cobran un penal; que Jugamos con Francia sin 9 y la autogestión del equipo descontrolaba la plantilla. Hasta que llegó 2022.

Las coincidencias con el 2002 eran inocultables. La scaloneta era una tromba y llegaba como uno de los máximos candidatos, del mismo modo que aquella máquina bielsista. Aimar, Samuel y Ayala, tres participes de la desilusión de Corea-Japón, iban de nuevo a la carga como parte del cuerpo técnico. Lamentablemente las similitudes sociales también fueron notorias: teníamos al FMI de nuevo comprometiendo nuestra soberanía y si la salida de la convertibilidad causó estragos en los indicadores de pobreza y desempleo, ni se
imaginan las consecuencias de la pospandemia.

Al igual que todos los cotejos mundialistas que me tocaron vivenciar, en este hubieron una cantidad sorprendente de momentos inesperados que atentaron contra el sueño de la nación: que se lesionó Lo Celso y Di María; que con dos goles en cinco minutos Arabia frustraba el debut; que no parecía haber camino alguno para abrir el marcador contra México; que Messi erraba un penal frente a Polonia; que hacíamos un autogol increíble para que Australia se agrande en un partido que parecía controlado; que Países Bajos nos empate en la última jugada del minuto once de adición; que una Francia aplastada por una Argentina arrolladora igualara un partido de la nada sin que antes haya siquiera pateado al arco; que cuando sacamos ventaja otra vez y acariciábamos la copa aparece un penal en contra que alargaba el sufrimiento.

Antes, los sofocones inesperados sentenciaban nuestra inexorable derrota. Sin embargo, esta vez hubo algo distinto. Ahora, los obstáculos fueron enfrentados con garra y coraje. Pese a todos los contratiempos, la scaloneta tuvo un espíritu conmovedor. No existió la famosa “suerte del campeón”, cada error cometido por el equipo fue injustamente castigado. Si algo no tuvo Argentina en este mundial fue fortuna.

Lo que sí tuvo fue la tenacidad de afrontar obstinadamente cada dificultad que el destino le presentara. Se percibía una fuerza descomunal que excedía la simple información estadística, táctica o estratégica. Había algo muy sudamericano que burlaba las disquisiciones de un parlamento europeo sin líder, sin conflicto y sin alma. Nadie quiso nunca ganar tanto una copa del mundo como esta selección.

Messi levanta la copa en Qatar. El mejor jugador de la historia del futbol mundial es el abanderado de una falange guerrera capaz de enfrentarse a cualquier traspié. Quisimos jugar como los europeos y al final la clave estaba en la magia de nuestro potrero. La fría mecánica de lo calculado funciona en otros, pero nosotros para ganar necesitamos la vitalidad arrolladora de nuestro suelo. Tenía que ser ahora, en un contexto nacional de desesperanza generalizada. Tenía que ser ahora, cuando la Europa soberbia de siempre decía que solo ellos ganarían porque el taquito y la gambeta estaban demodé. Tenía que ser ahora, el año que falleció mi abuela. Desearía tanto contarle la anécdota de aquella previa con Suecia en la que ella me anunciaba el horario de un partido decepcionante. Me gustaría decirle que estaba equivocado.

Querría contarle que ese niño ingenuo que sufrió como nunca de este deporte, veinte años después presenciaría la justicia más maravillosa que podrían ofrecerle. Después de mi frustración en el 2002 creía que el fútbol no tenía nada bueno para ofrecerme, que en el fondo ese sufrimiento tanguero tan nuestro solo podía traducirse en derrotas desmoralizantes.

Realmente pensé que nunca iba a ver campeón del mundo a mi selección, pero me olvidé que nací en la misma tierra que Diego, Lionel, Darío y Maxi, y con ellos todo es posible. De esos cuatro perseguidores de sueños solo queda nuestro capitán, pero muy bien sabemos que la incansable lucha que impartieron para darle alegrías a nuestro pueblo dejará siempre su huella imborrable en cada contienda que nos toque afrontar. Desde 2002 para acá “seguimos gritando, seguimos creyendo, seguimos

Licenciado y profesor en Filosofía. Especializado en estética y filosofía del arte. Escribo ensayos y críticas sobre el teatro cordobés, también hablo de eso en “TeatroRadio” (Radio Gen 107.5).

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