De descendencia Vasca y de familia con formación política, José Mujica, nace el 20 de mayo de 1935. Sus padres, Demetrio Mujica Terra y Lucy Cordano Giorello, criaron a Pepe en el barrio de Paso de la Arena, Montevideo. Allí realizó sus estudios primarios y secundarios.
Su tío materno, Ángel Cordano, es quien lo introduce en la militancia y en los estudios teórico político. Por influencia de su madre, quien fue militante del partido Blanco Nacionalista, conoce a sus veinte años al diputado Enrique Erro. En el partido llegó a ser secretario general de la juventud.
Adentrado en la década de 1960, Erro y Mujica rompen con el Partido Nacionalista y arman el Partido Socialista del Uruguay. En 1964, a sus 29 años, se integró al Movimiento de Liberación Nacional-Tupamaros.
Una vida de militancia
Ante las acusaciones de enfilar en una organización guerrillera “violenta” contra un gobierno constitucionalista, el declaró que en ese momento los representantes del Estado lideraban bajo una “democracia enferma”. La cual fue cada vez más represiva y condujo hacia una dictadura inevitable como en otros países en la región sur.
Durante su tiempo en el Movimiento Tupamaro perdió el bazo a causa de una balacera, mientras esperaba con unos compañeros para alzarse con el botín de unos empresarios que, con tal de invadir impuestos, guardaban las riquezas de manera clandestina. “Mis compañeros eran legales, ellos no”, refiere durante la entrevista para la BBC.
Ni cuando estuvo en el Tupamaro, ni luego de haber sido apresado, mató a nadie. “De pura casualidad”, decía. Y no era falsa modestia, era el modo uruguayo de decir: “yo vine a resistir, no a vengar”.
De la cárcel a la presidencia
Después vinieron los barrotes, el silencio y la tortura. Trece años tragando óxido (1972-1985), hablando con hormigas, coleccionando ranitas como quien colecciona razones para no enloquecer. Fue rehén del Estado, sí, pero también fue custodio de sí mismo, centinela de su alma agrietada, sembrador de pequeños rituales en el baldío de la desesperación.
“En esa época, cada siete u ocho meses nos cambiaban de cuartel. Aprendimos una cosa: siempre se puede estar peor. Yo estuve siete años sin poder leer, sin libros, sin nada”, comenta.
El 8 de marzo de 1985, a través de la ley 15.537, Amnistía Internacional decretó que quienes no hayan tenido delitos de sangre serían liberados. Mujica fue uno de ellos. Salió flaco, pero entero.
Fue enviado a su casa, abrazó a su madre, espero la liberación del resto y buscó un local para fundar lo que fue el Movimiento de Participación Popular, dentro del partido del Frente Amplio en el que sería presidente 25 años después. No buscó revancha, ni venganza, mucho menos sangre: pidió memoria y nuevos horizontes.
Fue presidente con el mismo saco con el que regaba las plantas. Con la misma voz gastada que decía que “la política es la lucha por la felicidad humana, aunque suene a quimera”. Y lo decía como quien ya no teme al ridículo de la utopía, porque lo vivió todo.
Lo viejo funciona y la historia no olvida
Pepe Mujica pudo con todo, hasta con la muerte que le otorgó un tiempo más para comunicar su apoyo al actual presidente, Yamandú Orsi, del Frente Amplio. “Soy un anciano que se va. Hay que trabajar por la esperanza. Les doy mi corazón. Tengo que dar gracias a la vida porque cuando estos brazos se vayan habrá miles de brazos sustituyéndome. Hasta siempre”.
Así como Paulo Freire describió lo que implica la pedagogía del oprimido, Mujica supo plantar semilla en cada joven que no quiere ser patrón ni esclavo. En cada vieja que lo llamaba “el Pepe” con los ojos llenos de ternura y memoria. En cada mate que circula sin permiso ni ceremonia.
Y si alguna vez alguien le preguntó cómo seguía caminando sin rencor, él supo contestar: “En mi jardín hace décadas que no cultivo el odio. Aprendí una dura lección que me puso la vida. El odio termina estupidizando”.