Cruising: putonear al paso 

En una zona de cruising los límites de lo posible se desafían. El portal de ingreso a este universo es gratarola. Las clases sociales, las diferencias generacionales, se disipan en lo que dura una mamada. Sospecho que el desaire a estas prácticas de paso no tienen nada que ver con que sea sexo "sin compromiso", sino con que su acceso público y gratuito se vuelve una ofensa. De lo que sí estoy segura es de que el sexo de las locas se abre paso reclamando pertenencia, se hace presente cartografiando otra ciudad, susurrando al andar que somos las ciudades que habitamos.

Por Wala Deasis para Enfant Terrible

Camino, estoy yendo a un bar a encontrarme con un amor pasado. Pero la ciudad me detiene un rato, otra historia me espera. En plena avenida, mientras todos aceleran el tránsito, un chongo con la lengua ardiendo se para en la esquina, me mira, se sonríe, me frena y me dice que le gusto. Me invita a coger a la vuelta, en los recovecos de un edificio. Otra ciudad me detiene el paso mientras en un bar, el mismo bar de siempre, me espera el dolor de un amor pasado. Una cita a la que esta vez no voy a llegar. 

Somos las ciudades que habitamos, los lugares que recorremos, las cartografías que construimos con nuestros cuerpos. Entre el olor a orina de un mingitorio y la vitrina de un baño, entre la hamaca de una plaza y la estatua de algún prócer.

Ahí mismo, por donde pasás todos los días, por donde te sentas a tomar mates o esperas el colectivo, aunque no puedas verlo, hay un otro tiempo, un otro lugar que chorrera placer, una heterotopía deseosa que nos habla de una ciudadanía sexual

Las zonas de cruising conservan el vestigio de otro tiempo, catacumbas de un pasado otro, donde el ingreso a la experiencia homosexual todavía no había sido encerrada en una app de levante. O por lo menos los imaginarios sexuales todavía no habían sido capturados, en su mayoría, en el estrecho límite del mercado rosa. Nos hablan de un tiempo pasado, pero también de uno presente, que cada tanto hace estallar los algoritmos neoliberales, que de alguna forma resiste a esa autopercepción disidente, entre pectorales marcados, que se vende como deseo prèt a porter. 

En una zona de cruising los límites de lo posible se desafían. El portal de ingreso a este universo es gratarola. Las clases sociales, las diferencias generacionales, pueden disiparse por lo que dure una mamada y hacer surgir encuentros imprevisibles

El albañil de la construcción, ese trabajador completamente transpirado por la jornada laboral, puede devenir en un caballero de la noche que lleva sobre su cuerpo el perfume más exquisito que podría seducir a cualquier maricón que ronde por la zona. El heterosexual que hace alarde de su masculinidad con sus amigos, allí puede convertirse en un puto por media jornada que sería capaz de rifar todo su honor de macho por la lamida de algún sodomita ardiente que garantice discreción. El chongo que no cumple con los estándares ideales que fijan las normas respecto a los cuerpos, allí puede ser un príncipe disputado por varixs que se amontonan para tomarse un tecito exprés. 

Es una comunidad que se hace y también se deshace al paso, con códigos que le son propios. Una comunidad donde lo que menos importa es el nombre, si al fin y al cabo se compartirán algo mucho más importante que eso. Una zona de cruising abre la posibilidad de conocerse a partir del anonimato y desandar una sexualidad que no encaja en el binario público/privado. Demasiado momentáneo, marginal, excesivamente sucio, perverso y oculto como para pasar -corrección política mediante-, a los albores de una emancipación sexual. 

Allí se construyen políticas sexuales callejeras que por ser transitorias no dejan de volverse profundas. Si al final no hay mayor engaño que pensar que las alianzas son eternas. A veces de ahí hasta te llevás amigas que te acompañan en la vida y un sinfín de historias locas que abren la puerta a otras imaginaciones sexuales, a otros códigos vinculares.

Las zonas de cruising tal vez nos permitan pensar en un hacer comunidad sin la necesidad de asentarnos en un campamento. Hacer comunidad mientras yiramos por otros mundos descentrandonos en cada movimiento

Sospecho que el desaire a estas prácticas de paso no tienen nada que ver con que se traten de un sexo "sin compromiso", sino más bien con que su acceso público y gratuito se vuelve una ofensa. Un agravio para aquella moral neoliberal que se horroriza de que los putos compartamos placer en lugares que dicen sostenerse con "sus impuestos". Pero bueno, solo se trata de una sospecha. De lo que sí estoy segura es de que el sexo de las locas se abre paso reclamando pertenencia, se hace presente cartografiando otra ciudad, susurrando al andar que somos las ciudades que habitamos.

Somos el equipo de redacción de Enfant Terrible: el resultado de millones de años de evolución aglutinados en este irreverente existir.

Te puede interesar

El aguante

Bancá el periodismo de base, cooperativo y autogestivo

Para hacer lo que hacemos, necesitamos gente como vos.
Asociate
Cooperativa de Trabajo Enfant Terrible Limitada.
Urquiza 1740 7A, Córdoba.