«Ikapo»: una intervención poética de los mitos griegos
«Ikapo» es una obra de teatro que reversiona el famoso mito griego que involucra a Ícaro y Dédalo. Más allá de la conocida historia del niño con alas que sufrió una caída al volar cerca del sol, esta obra dirigida por Gastón Mori indaga sobre los aspectos desconocidos que rodean a la historia de Ícaro, colocando en el centro a los personajes marginados.
Una interpelación a la versión oficial de los mitos
Tres actores vestidos de traje y camisa se presentan ante el público como aedos, es decir, como narradores. Su primera intervención es una síntesis del mito de Ícaro y su vuelo fallido hacia el sol, en la cual oímos lo que mayormente circula acerca del relato que comienza con Dédalo, en tanto constructor de alas y de su hijo como portador irresponsable de ellas. Sin embargo, se nos advierte que las historias son más complejas que su síntesis. Nos solemos quedar con una idea sintética de las cosas, pero esa imagen estática se descompone cuando nos atrevemos a mirar el desarrollo, ya que el tránsito de los cuerpos desmiente cualquier idea universal que deambula inerte en el panteón de los libros. Allí recordamos que el término aedo no solo hace referencia a la narración, sino, y sobre todo, al discurso poético, y que como tal, contiene cuerpo, acción y despliegue. Pronto comprendemos que «Ikapo» es una batalla del cuerpo contra la abstracción universal que suele imponerse, de las acciones contra las reiteradas y acríticas concepciones que sobrevuelan todo relato.
«Ikapo» propone interrogantes y se sitúa en lo conocido para abordar lo desconocido. La dramaturgia de Rodo Ramos interpela la versión oficial de las historias míticas, le hace preguntas y la cuestiona. Posa la mirada en lugares donde parecía no haber nada que atender. Sabemos de Ícaro y Dédalo, pero ¿qué tanto conocemos de Náucrate, la madre de Ícaro?, ¿qué lugar tiene la mujer en esta historia donde solo parece importar el sol y las alas? También conocemos que Dédalo fue el constructor del laberinto que albergó al minotauro, y solemos pensar en Teseo y Penélope cuando recordamos dicho escenario, pero ¿cómo fue la vida del minotauro?, ¿por qué había un laberinto?, ¿cómo se creó esa bestia híbrida mitad toro y mitad hombre?
Al observar los distintos actos que componen esta obra de teatro, tomamos consciencia de que ninguna información es inocente, incluso en lo que se refiere a historias populares que se transmiten de generación a generación. El hecho de que todos recordemos a Ícaro y olvidemos a su madre, esclava y negra, no es casual. Aunque no nos demos cuenta, somos parte de la perpetuación de cierta mirada acerca de los hechos, y reproducimos acríticamente versiones de las historias que responden a intereses determinados de clase, etnia y género. «Ikapo» nos interpela, incomoda nuestra romántica idealización de los mitos griegos y revela su costado político. Gran parte de la cultura griega que nos han enseñado reproduce arquetipos funcionales a intereses determinados que se impusieron de manera cruel y despiadada, por lo que es sabio recordar lo que decía Walter Benjamin: “no hay documento de cultura que no sea a la vez un documento de barbarie”.
Cortar la eterna derrota de los subyugados
Los antiguos griegos sostenían una concepción circular de la historia en la que todo suceso se repite y el cambio es solo una manifestación que renueva el pasado. Por esa razón, Cicerón señala a la historia como Magistra Vitae; es decir, como maestra de vida, ya que al estudiar los hechos del pasado, podemos anticipar los sucesos del futuro que irremediablemente tenderán a repetirse y, de esta manera, podremos actuar sin volver a repetir los errores ya cometidos.
Si esto es así, los vencedores volverán a vencer una y otra vez, los subyugados serán eternamente humillados y cualquier intento de modificación de las estructuras sociales quedará entrampado en la tendencia inquebrantable de la reiteración. Los ganadores quieren que los hechos sean eternos y que se repitan sin cesar, pero «Ikapo» desafía esta visión y propone una concepción de la libertad humana abierta a los cambios. Los actores explicitan que han inventado parte de la historia que nos cuentan, defienden la intervención creativa de los sucesos y se niegan a que sigamos repitiendo la derrota de los subalternos.
Dejar de reiterar lo conocido y lanzarse hacia lo nuevo implica la posibilidad de otra configuración, de otro destino para los olvidados. La construcción política de «Ikapo» se profundiza en su mirada acerca de la libertad, la cual enfrenta de manera directa al fatalismo trágico del hado griego, es decir que combate la idea de que los actos de los humanos responden a un destino inmodificable prescrito de antemano.
Una implícita crítica a la escultura clásica
«Ikapo» desarrolla la historia marginal de los mitos griegos a través de maquetas, títeres y objetos. Los tres cuerpos en escena (José Luis de la Fuente, Víctor Acosta y Alejo Ruíz Michavilla) hacen uso de ellos para armonizar en una sola acción sus papeles en tanto actores, narradores y titiriteros. Llama la atención el tipo de figuras que utilizan para representar los personajes griegos, dado que contrasta nítidamente con el modo de representación emblemático del período clásico: la escultura.
Las estatuas que inundaban los templos de las ciudades helénicas eran esbeltas representaciones de los dioses, los cuales tomaban una forma humana expurgada de toda impureza estilística, ya que, si observamos con detenimientos las manifestaciones escultóricas de Atenea, Zeus o Poseidón, notaremos texturas lisas y llanas despojadas de toda rugosidad, porosidad o cicatriz. Además, esta apariencia antinatural se sostenía en la ilusión de “figura única”; es decir, en un solo bloque sin partes ensambladas ni divisiones, por lo que el cuerpo se mostraba como una unicidad sustancial indestructible.
En oposición a ello, los muñecos realizados por Santiago Mateos para «Ikapo» se componen de múltiples partes ensambladas y exhiben extremidades en desequilibrio. En el muñeco de Ícaro podemos ver las huellas del trabajo humano en los segmentos de su rostro; en el personaje de Pasifae, observamos trozos de madera y pedazos de tela amalgamados en una tosca y frágil unión; en el caso de Asterión, su contorno de alambre se expone como materia maleable y flexible.
Contrario a las ideas de inmortalidad, fortaleza y calma que exhibían las estatuas de los dioses, las figuras de «Ikapo» demuestran fragilidad, debilidad y expresividad, y ese semblante distintivo no sólo es producto de la mera materialidad, sino que también se debe al virtuoso trabajo actoral en lo que respecta al uso de la voz, la manipulación de los objetos y el manejo de la dinámica espacial. Un claro ejemplo de ello es el temperamento del minotauro encarnado por uno de los actores (Alejo Ruiz Michavilla) a partir del uso de una suerte de máscara o casco del híbrido animal, el cual tiene una carga emotiva tan fuerte que parece más semejante al toro atormentado del Guernica de Picasso, que a una representación hierática de la estatuaria clásica.
Aquí los personajes no ostentan el falso decoro de los dioses inmutables, sino que están colmados de un desesperado y genuino sentimentalismo, y por más que superficialmente las figuras labradas en bronce o mármol de la antigüedad se asemejen mucho más a la forma externa del cuerpo humano, lo cierto es que los pequeños muñecos de alambre y madera de «Ikapo» manifiestan de modo más profundo la realidad humana. Paradójicamente, frente a la fría abstracción emocional de los dioses, nuestros personajes, de materiales efímeros y débiles expuestos a torceduras y deformidades, corporizan personas de carne y hueso, por lo que la batalla frente a la sintética universalidad de los relatos que se anunciaba al comienzo ahora se combate con cuerpo, acción y poesía.
Una escenografía amplia y compleja
Los tres presentadores de la obra están dispuestos a descartar su ego para satisfacer la belleza de la obra y, por ello, relegan el rol tradicional del actor para asumirse en tanto titiriteros, escenógrafos o relatores, dejando en claro que su objetivo principal es brindarle al público una experiencia placentera. En este sentido, es admirable la plasticidad de nuestros actores para adaptarse a los cambios que la elaborada y cambiante propuesta escenográfica exige, dado que constantemente la escena se muestra revitalizada por interminables recursos nuevos, configurando diversas formaciones espaciales que se modifican según lo que pida el contexto.
Entre lo más destacable se encuentra una amplia tela blanca con múltiples pliegues semejantes a bolsas abiertas, las cuales la dotan de dinamismo y profundidad de textura. Este telón funciona como un receptor de sombras creadas por el efecto de pequeñas luces sobre objetos y títeres, pero la estética que diseñan estas sombras no dialoga con la tradición escultórica —como sí lo hacían los propios muñecos y los objetos en su materialidad—, sino con al arte de vasija, ya que el trazo de los cuerpos de sombras que observamos a través de la tela es semejante a las figuras planimétricas de los vasos para uso doméstico y funerario de la Antigua Grecia.
Esta construcción estética no parece aleatoria, debido a que la mayoría de los griegos de la antigüedad, hayan sido cultivadores pobres o miembros de la elite intelectual, tenían acceso a este tipo de objetos. En esta obra se muestra visible aquel arte de los amplios sectores marginados que constantemente se oculta detrás de la universalización de la mirada sesgada de los sectores dominantes. Por otro lado, es interesante tomar en cuenta que frente a los afamados escultores como Praxíteles, Fidias o Policleto, los creadores de estas vasijas populares eran mayormente artesanos anónimos o de escaso reconocimiento y, de alguna manera, lo que observamos en esas composiciones de color rojo y negro presentes en cada vaso, reflejan los valores e intereses populares. Las imágenes de grandes héroes se hacían con las mortales manos de la clase obrera.
Si queremos acceder a los sectores marginados y olvidados de la historia antigua, seremos más certeros nutriéndonos de las imágenes que arrojan estos objetos masivos tal como hace «Ikapo» en la construcción de su estética basada en sombras; si seguimos creyendo que el corazón de la cultura clásica se encuentra en las esculturas, entonces nos estaremos quedando con los ideales plutocráticos que las clases dominantes quisieron perpetuar en detrimento de los vestigios populares.
Siempre hay un margen más allá
El conocimiento de la tradición es un campo de batalla. No existe una visión única y estática de los relatos, sean estos fábulas, cuentos o historias. En esta ocasión el arte se dispone a opacar lo cristalino, devela que las cosas siempre se encuentran abiertas a la reconfiguración y que no existe verdad impoluta. Esta obra de teatro toma partido y reconstruye los famosos mitos griegos desde el punto de vista de los antagonistas olvidados, de los actores de reparto, de los personajes que merodeaban por los márgenes.
Aquí se toman licencias artísticas como estrategia epistémica para trastocar la uniformidad rectilínea de la historia, ya que no existe conocimiento sin construcción activa y no hay lectura verdadera de los hechos sin intervención poética. «Ikapo» usa la mentira para develar la verdad, rodea lo verdadero para hacerlo visible y descubre que a pesar de la tendenciosa intención de dar por terminado cualquier relato “siempre hay un margen más allá”.
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