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«Difunta Correa: la Madre del desierto» como símbolo de resistencia poética
«Difunta Correa La madre del desierto» es una obra de teatro que se introduce en la figura de la Difunda Correa para develar su alianza poética con el escenario hostil de su muerte. Dirigida por Mery Palacios, esta propuesta teatral se apoya en Deolinda Correa para reflexionar sobre la historia fratricida de nuestra nación, la racionalidad moderna y la creación poética.
El primer impacto es sensitivo, apenas ingresamos a la sala observamos dos cuerpos abrazados sobre el suelo junto a la abrumadora compañía del sonido del desierto. ¿Cómo se oye el desierto? Es la vibración de un viento atrapado en la imperfecta vastedad de la arena. Los cuerpos entrelazados no se muestran enemistados con el ambiente desértico ni con la contundente corriente ventosa, antes bien, el hostil contexto es su aliado, son por y para el desierto ¿Cómo es posible que dos individuos desprotegidos sientan el desamparo del desierto como su refugio? Esta obra de teatro nos muestra que esa extrañeza es posible.
El nítido color del desierto
El pequeño escenario auxiliar de El Cuenco Teatro será el encargado de dar vida a la inmensidad desértica; allí observamos telas esparcidas sobre el suelo, el techo y la pared del fondo. Dichas telas se disponen de manera netamente teatral, ya que sus pliegues se anudan a la manera clásica del telón barroco, aquel que podemos observar en los conciertos de cámara o incluso en las iglesias latinoamericanas que inundan nuestras ciudades. La textura de las telas plegadas es especialmente sensible a las luces, por lo que el impacto de tonos lumínicos cálidos sobre su superficie provoca un ambiente de nitidez y brillo que expresa el ardor del sol en su cenit. Esta intención visual creada por Mercedes Chiodi exuda calor, transmitiendo el clima árido que acompaña a los cuerpos en escena, y aunque estemos en la acogedora estrechez de una sala de teatro independiente, la hábil composición escénica nos traslada al corazón de un desierto sofocante, arenoso e inmenso.
Un santuario sin límites
Pero el escenario no remite solo al desierto, sino también el santuario mismo de la Difunta Correa, ya que junto a las telas advertimos diversas tiras rojas cargadas de ofrendas que cuelgan desde el techo, que como tales segmentan el espacio en una suerte de centro sagrado. La escena da cuenta de que el desierto es la propia iglesia de Deolinda Correa, una iglesia sin límites físicos, una iglesia que no divide exterior e interior, una iglesia que no distingue entre sagrado y profano. Tenemos ante nosotros un santuario perpetuo que acompaña los cuerpos sin demarcaciones fijas, allí no interesan los habituales aislamientos que produce la lengua humana, allí todo es una totalidad indefinida en la que se cuestiona hasta la distinción entre la vida y la muerte. La Difunta Correa no es una diosa que se eleva por sobre los demás mortales, es una heroína mundana, una espiritualidad compuesta de carne, una infinidad finita.
Una composición pictórica
Este desierto sacro encuentra su centro focal en los cuerpos que lo habitan, dado que los dos actores en escena logran tensionar el espacio hacia el punto de corte que diseñan sus actos. Los momentos trazados por el binomio actoral se alternan entre el dinamismo y la quietud, ya que si bien captan nuestra mirada a través de sus constantes movimientos también dan lugar a que observemos distintas poses estáticas por un considerable período de tiempo. La bella música de la dupla Juan Iñaki y Jenny Nagger acompaña los momentos de quietud, otorgando pausas a la dinámica y rebosante dramaturgia.
En el detenimiento «La Madre del desierto» devela una intención pictórica: las siluetas escénicas disponen sus extensiones al servicio de una composición semejante a una pintura, añadiendo textura y contenido a los colores definidos que monta el diseño lumínico y escenográfico. El vestuario monocromo rojo de la actriz que interpreta a Deolinda Correa (Carolina Britos) y el vestuario monocromo blanco del actor que representa a su bebé (Adrián Azaceta) – ambas prendas diseñadas por Agustín Betbeder- contribuyen decisivamente en la búsqueda pictórica.
Otro elemento que destaca en esta construcción visual es la creación relacional de los planos: todas las poses que observamos se realizan en el entrelazamiento de los cuerpos. Deolinda y su bebé ensayan diferentes disposiciones a raíz de su naturaleza vincular, lo que realza la idea de que ambos personajes no pueden convivir aislados, son la expresión de una misma vitalidad. Extrañamente, dicho vínculo vital se dirige constantemente hacia abajo, dado que la tendencia predilecta de las composiciones focales que observamos recae en el reposo de los cuerpos sobre el suelo. Tan es así que las largas trenzas de Deolinda se extienden hasta el piso, detalle no menor para alguien que desea afianzarse en su naturaleza terrenal, desatendiendo cualquier pretensión de elevación o divinidad inalcanzable.
Pero no todo es quietud, ya que el dinamismo es uno de los puntos altos de esta propuesta teatral. El virtuosismo dinámico es producto de la propia relación que construyen los personajes, los diálogos entre ellos funcionan como dos polos de una misma corporalidad, el texto funciona verdaderamente como un intercambio entre partes conectadas. Por otro lado, llama la atención la dicción particular que se ha escogido para materializar las palabras dramatúrgicas, puesto que no solo se desliza una tonada de otro tiempo y de otras latitudes, sino que también se apuesta a un verso peculiar que deambula entre la prosa y la poesía, provocando que el habla corriente de un pueblerino de otra época pueda transformarse en un bello despliegue poético.
Deolinda Correa como un símbolo de lucha
«La madre del desierto» interpreta a la Difunta Correa como un símbolo de lucha frente a la mirada europea y colonial, dado que en su infinitud esta santa profana batalla contra la insoportable tendencia Occidental de distribuir el espacio en porciones finitas.
Lo que solemos llamar modernidad se sustenta en la obsesión por discriminar lo existente. “Razonar” de manera moderna implica separar, esto es, declarar que algo es igual a sí mismo y no se mezcla con la otredad. De esta manera, los conceptos funcionan como monadas que expulsan cualquier resto que confunda su definición, son dispositivos que ordenan el mundo al clasificar que entra y que sale en cada término utilizado. Lejos de ser una inocente constelación intelectual que deambula en el cielo de las ideas abstractas, esta construcción conceptual implica un mecanismo ordenador que impacta en la realidad concreta que nos rodea. La colonización de los conceptos es la contracara de la colonización del espacio: a partir de la mentalidad modernista clasificatoria, se plantea el mundo como un sitio a conquistar y a poseer. La condición de posibilidad de adueñarse de algo es separándolo de la totalidad, dado que la infinita vastedad del universo resultará siempre imposible de poseer. Deolinda Correa expresa ese infinito indomable en tanto embajadora del desierto, es una figura que jamás podrá ser conquistada ni separada, se coloca en un terreno ilimitado en el que nada pertenece a nadie o en la que todo pertenece a todos.
Esta disputa entre la Difunta Correa y la mentalidad colonizadora presenta de manera magistral una etapa nodal de la historia argentina: el proceso de disputa del territorio nacional al calor de las guerras entre unitarios y federales. En esta obra de teatro, Deolinda Correa se encuentra imbuida en el barro mismo de los hechos históricos, ella es contemporánea a personalidades como General Paz, Francisco Ramírez o Facundo Quiroga. En este enclave temporal está en juego la cartografía de la nación, donde lo central recae en lotear, distribuir y administrar. La racionalidad moderna de la separación y la apropiación anticipa la sangre nacional derramada, es el ansia de civilización lo que desata la barbarie fratricida. La famosa “patriada” de los caudillos forma parte de la búsqueda por definir y segmentar los territorios. Esta agrietada nación que sintetiza nuestro mapa, es el síntoma insoslayable de un modelo de país funcional a los intereses capitalistas, modernistas y coloniales.
Una tríada indestructible
Como es sabido, Deolinda Correa atraviesa el desierto sanjuanino junto a su bebé de pocos meses con el objetivo de reunirse con su marido Baudilio en La Rioja, pero luego de un largo viaje nuestra protagonista muere a causa de la deshidratación. Sin embargo, se hace presente un acontecimiento milagroso: el cuerpo sin vida de Deolinda sigue alimentando a su hijo, el cual sigue prendido a su pecho a pesar de su desfallecimiento.
«La madre del desierto», extiende el componente simbólico de resistencia que recaía sobre Deolinda hacia Baudilio y el bebé. Ambos personajes también encarnan la lucha contra el proceso de civilizatorio que desarticula el territorio, pero cada cual realiza su batalla con diversas armas. Baudilio es un poeta no convencional, y su uso esquivo de la palabra atenta contra las arcas definitorias del lenguaje mecanicista moderno. En él se muestra que hacer poesía no se trata de ordenar o separar, sino más bien de encontrar alianzas lingüísticas inesperadas, asumiendo que lo real es más cercano a una sustancialidad indiferenciada que no admite discriminaciones ni delimitaciones precisas.
La poesía es un uso no convencional de las convenciones, una desorientación incómoda de los términos, una desviación de aquello para lo cual fueron inventadas las palabras, “escribir es buscar un estado que la lengua nacional no reconoce” afirma la dramaturgia.
Frente a la impronta poética de Baudilio, el bebé de Deolinda expresa una resistencia absolutamente radical, dado que este personaje antes de tomar la lengua, como insumo de deformación creativa, prefiere abstenerse de su uso. El bebé es la expresión del silencio pre-lingüístico, manifiesta aquel estado primigenio en el que no existe ente definido, todo es puro contenido sin forma delimitante. Esta vivacidad es la encarnación de la infinitud en los mortales, es la ilimitada posibilidad los cuerpos en su libertad real. El bebé se niega a aceptar la ansiada “mayoría de edad” con la que Immanuel Kant definía el concepto de Ilustración, enfrenta la adultez kantiana en tanto esta representa la subordinación complaciente a la abigarrada arquitectura de los mecanismos vacíos, nuestro infante personaje aborrece toda disposición ciega que impida una conformación armónica, espiritual y vitalista de la convivencia humana.
También los que duermen rigen el orden del mundo
La tríada familiar que protagoniza esta historia combate la mezquindad del colonialismo con diversas armas, pero en verdad Deolinda, Baudilio y su bebé son distintas expresiones de un mismo lugar: el desierto. El desierto es ese sitio sin horizonte que desafía la utilidad y el fin del discurso Occidental, es la infinitud de un hábitat fascinante que demuestra otro modo de pensar las cosas. El desierto es la poesía, el silencio y la fuerza unificadora, por eso es allí donde la Difunta Correa se hace eterna, es allí donde descubrimos que su patria es la inmensidad.
“También los que duermen rigen el orden del mundo” dice Deolinda como expresión de lucha contra la agobiante lucidez que estratifica todo lo real. Quizás sea en los sueños el lugar verdadero para la libertad poética, tal vez en el espejismo onírico del desierto se encuentre una vertiente en la que se pueda tejer una verdad acerca del infinito mundo que nos rodea. Por algo para Arthur Danto el arte se asemeja a los sueños, pero él no se refiere a la experiencia que uno tiene en la soledad de su cama, sino en los sueños compartidos, los sueños que acarician la otredad, los sueños que se animan a transitar la masa infinita e indiferenciada del mundo.
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