En el nombre de Mariano Ferreyra

Pasaron 11 años de la mañana en que la patota de la Unión Ferroviaria asesinó a Mariano Ferreyra, sin embargo Lucas Malaspina lo recuerda como si fuera ayer. En esta crónica en primera persona relata cómo fue el día que a todos nos mataron a un compañero. "Escuché más gritos, llanto, cuerpos que caen, que se aturden. No tenía tiempo de ver que pasaba, pero atrás mío, Mariano ya respiraba por última vez"

Por Lucas Malaspina para Enfant Terrible

"Ay asesino, ay asesina
Que ojo tan corto apuntó tu mira
Que dió en el hombre que no moría
Justo, certero, muerte fallida
Ay asesino, ay asesina
¿De dónde vienen estas dos vías?
De sol, quebracho y piedra partida
Roncan arrullos de despedida"


Gabo Ferro

“Entonces nos encontramos a las 9:30 en el local del Polo Obrero en Avellaneda”, recordó Diego. En realidad, el local del Polo era antes que nada el local del Partido Obrero, pero creo que él todavía no había prestado demasiada atención a esas formalidades.

Según la costumbre de quienes continuaron conspirando contra el régimen después de 1983, la cita se podía estirar hasta las 10 e incluso 10:30. ¿Acaso alguien iba a pensar que ese día era distinto? ¿Cuántas veces la marcha, el piquete o la concentración se suceden ante la indiferencia atenta de los guardianes de la tranquilidad social? Era difícil preverlo, y aún previendo, no había demasiado que hacer. Algunos llegarían tarde y no era tan grave. Puede ser que cuando la historia está decidida a dar un mensaje, las agujas del reloj latigan a su favor, impenitentes.

Yo venía de Capital, por supuesto. Más exactamente, desde la frontera entre Once y Recoleta. No era la zona del sur que mejor conocía, pero era fácil llegar a destino. La noche anterior había dormido -poco- en el local de la que entonces era mi agrupación. Sobre la calle Paso, casi Córdoba. Tiraba una colchoneta arriba, a metros de la persiana metálica, y apenas se hacía de mañana, una luz cegadora te obligaba a ponerte de pie. Fue una prevención contra mi somnolencia, a sabiendas de que un compromiso con los obreros es una cita de hierro para el militante trotskista. Obrerismo, que le dicen, pero del bueno. Creo que no me retrasé demasiado.

Al llegar, yo tenía que divisarlo a Diego -entre decenas de militantes y trabajadores que se congregarían allí-, el delegado de los tercerizados ferroviarios y que estaba a la cabeza del corte de vías que se había planeado para el 20 de octubre de 2010. Diego era el objeto de mi primer obrerismo más o menos serio. Era lógico. Yo recién había sido asignado para trabajar sobre “temas sindicales”… Formulación muy grandilocuente si se tiene en cuenta que era un área prácticamente inexplorada, al menos entonces, por la que era mi pequeña agrupación, donde predominábamos los ex alumnos de las escuelas preuniversitarias.

Ramón Diego Cardías era su nombre completo: así se lo puede corroborar en la causa judicial. Siempre después de alguna asamblea o reunión, yo iba detrás suyo, con cualquier excusa, y me disimulaba entre otros de su banda. Aunque difícilmente lo convencía de algo, empezaba a entender un poco qué era lo que pasaba en el ferrocarril. Diego era hincha de River. Seguro pesaba más de 100 kg. Muy afecto a parar a comer alguna minuta en las parrillitas de las estaciones de tren. Mucho chimi, mucha criolla, y por supuesto, mucha birra. Yo cultivaba los mismos placeres, así que creo que mi acercamiento no fue tan torpe, ni tan forzado. Me pareció simpático y entrañable al instante. Quizás porque yo usaba anteojos y le había llevado un par comunicados de prensa bien redactados, me había terminado de ganar un lugar en su horizonte visual.

Todas las veces que lo había visto, Diego tenía la campera de Confer S.A. Con el tiempo comprendería que su raza era vías y obras. No sólo había laburado en el Roca, sino también en el Subte. Esos estaban en convenio con Uocra, a pesar de que desarrollaban una tarea típicamente ferruca como manipular los durmientes que se colocan en las vías férreas. Además de Diego, estaba Fabián, un pibe muy despierto que había sido delegado en el Movimiento Teresa Rodríguez de Glew, y solía secundarlo. Él tenía la campera de Herso. En otras líneas, como el Belgrano Norte, Herso era Ferromel. Es que ambas eran del grupo Emepa, que participaba de Ugofe -la misma empresa que en el Roca debía tener en planta permanente a la gente como Diego y Fabián-.

Siempre que se desarrolla un conflicto de este tipo, al menos un exponente de cada una de las siglas de la izquierda -de toda la izquierda que se precie como tal-, empieza a dar vueltas alrededor de estos activistas, a melonearlos, a convencerlos, a intentar acercarse. No siempre de la mejor manera, y a veces sin saber siquiera qué ofrecer. Pero yo sabía que tenía que estar ahí. Me jactaba de tener las ideas correctas y como ya dije, en ese tiempo estaba transformado en una especie de delivery revolucionario. Cuando le hablaba a Diego, como el nombre de nuestra agrupación era muy largo, trataba de concentrarme en que recordara aunque sea las tres letras de la sigla. Pero Diego simplificaba: nos decía “los piqueteros”. Algo que para él, un ex patovica -y ex masa de maniobra del pejotismo municipal-, sonaba claramente extremista.

Dos días antes, en el local del Partido Obrero de Lanús, habíamos terminado de cerrar todo. Diego había decidido ir al frente, ya no se aguantaba más. Una treintena -de los doscientos o trescientos que habían comenzado a pelear por el pase a planta-, lo bancaba. No sólo eran tercerizados, sino que habían sido despedidos. Estaban doblemente a la buena de Dios. Se habían cansado de actas y abogados. Obviamente las organizaciones más significativas eran el centro de la querella. Al terminar el punto, se hizo una ronda donde el representante de cada organización decía que postura iba a tomar ante la medida, y cuál era su grado de compromiso. Cuando vino mi turno, les aclaré:

“Compañeros, nosotros los vamos a acompañar en cualquier medida que decidan realizar, pero no podemos aportar una cantidad significativa de compañeros; quizás ni siquiera podamos traer nuestra bandera”.

Lo tenía asumido: al menos por ahora, era casi un espectador.

Minutos después, el galpón que nos albergaba empezaba a tornarse más frío. Algunos vivían muy lejos y se querían ir yendo. Uno de los tercerizados menos activos en la discusión tomó la palabra. Tenía familia o conocidos en la Unión Ferroviaria: no recuerdo exactamente. Le dijeron que la mano venía pesada. De algún modo se habían enterado que se estaba moviendo el avispero. Algo iban a hacer. Debe haber sido con esa información en mente que Diego miró para donde yo estaba.

“Antes que me olvide, Uds, ‘los piqueteros’, por favor hablen con los medios por si pasa algo”, me indicó. Se sonrió como se sonríen los que en los vagones, cuando viene un niño de los que venden estampitas, le regalan un caramelo.

Así fue que el día anterior a la acción, antes de tirarme en la colchoneta, hice una última llamada. Ya no quedaba nadie en la calle y apenas se veía la luz de la avenida Córdoba.

“No mandes nada a los medios a menos que yo te avise, en ‘borradores’ dejé un comunicado de prensa. Si pasa algo, lo agregás y listo, lo mandás”.

En la reunión de Lanús habíamos quedado que no íbamos a mandar un comunicado antes, no sea cosa que la burocracia o la Ugofe se nos adelantaran. Mientras preparaba mis cosas, me dije: “por las dudas, mejor no llevo los anteojos”.

Estoy casi seguro que lo primero que se ve al abandonar la estación de tren, suele ser una cadena de combustibles bastante cualunque: probablemente, Rhasa. Cita de hierro, entonces. Era en la calle Lebensohn al 400 -en ese tiempo, el PO de Avellaneda se localizaba allí- y el sol empezaba a ser arrasador. La polvareda siempre fue, en estas circunstancias, tan tenue como innegable. En esas esquinas de Avellaneda, la causa de esa nube de corpúsculos arenosos puede ser un camión que despacha sodas, un remis extraviado, un móvil policial apresurado por motivos non semper sanctos. Sea como sea, siempre que hay sol, hay polvareda.

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Por una de las fotos, tomada cuando salimos del local para luego bordear la vía, me doy cuenta que Mariano estaba más o menos en la misma línea que yo, apenas atrás de la bandera de los tercerizados en lucha. En el hipotético caso de que yo hubiera intentado saludarlo -difícil porque tan sólo nos habíamos cruzado en algún campamento o picnic-, seguramente él me habría dicho “camarilla”, o quizás habría dado vuelta la mirada. Dadas las circunstancias -yo había sido excomulgado de su organización hacía poco más de un año-, esto era comprensible y, mal que me pese, un acto de disciplina partidaria.

El caso es que yo creía, en ese entonces, que ellos eran la vanguardia que inevitablemente iba a hacer algún día la revolución en estas pampas. Disidí, es cierto, con su dirección, pero fue porque creía, como decía su máximo dirigente, que “todo revolucionario debe criticarse a sí mismo”. Jamás imaginé el pandemonium interno que esto me representaría. No importa ahora recordar cómo, ni por qué. Sentía orfandad.

En cualquier caso, ese día, como si nada hubiera ocurrido, no sólo estaba marchando de nuevo junto a mis antiguos camaradas, sino que incluso, en menos de una semana, había visitado dos veces las sedes de ese partido. Algo absolutamente fortuito, claro, porque en realidad los expulsados tienen prohibido ingresar a dichos locales. Como el nuestro era un fenómeno porteño, en ciertas regionales no había demasiado conocimiento sobre nosotros. Además, a falta de un merchandising distintivo, prácticamente nadie podía saber que nos habíamos divorciado terriblemente.

Ese día el Leviatán se ocuparía de ponernos, al menos por un rato, en la misma trinchera.

La Bonaerense nos escoltó hasta Barracas. Al cruzar el Puente Bosch, la Federal los relevó: ahora nos caminarían ellos, hasta desaparecer transitoriamente. Intentamos subir a las vías, pero la Unión ya había dispuesto sus propios centinelas. “Viva Perón”. “Zurdos hijos de puta”. “Negros de mierda”. Todo eso nos gritan los muchachos, subidos al terraplén. Nos estaban esperando y eran varias decenas de hombres fornidos y maduros. Portan gorritos de la Unión Ferroviaria y la vestimenta oficial del Roca. Además camperas y banderas verdes. Esto no era usual: era horario laboral. Con el tiempo nos enteramos que habían recibido franco gremial, a cambio de ocuparse de nosotros. También, que había algunos barrabravas.

Abajo, también hay quienes, de este lado, visten ropa de trabajo, pero no están bendecidos con el color verde. Camperas de azul grisáceo como las de Confer, Herso o Ferromel. También de las tercerizadas de limpieza y hasta de seguridad. Su escolta eran pibes jóvenes -de mi misma edad-, de familias proles y del medio pelo que constituían -virtualmente- la columna sur de “la FUBA piquetera”. Pecheras a montones.

Y por supuesto, mujeres sólo había de este lado: negras, piqueteras, negras de olla popular, negras del Polo Obrero, negras del MTR, negras de Quebracho.

Nosotros respondíamos cantando: “unidad de los trabajadores, al que no le gusta, se jode”. Nos lanzan piedras, y aunque respondemos con piedras, el hecho de tirarlas desde abajo, prefigura la inferioridad de recursos que no haría más que profundizarse. Es que, casi al instante, la Federal se hace presente y carga contra nosotros. Retrocedemos, y -sólo por un rato-, la marea verde desaparecerá de mi horizonte, oculta tras varios patrulleros.

Debe haber sido entonces cuando recordé el mail que había dejado en los ‘borradores’, y lo llamo a Juan, que siempre atendía, sin importar lo que estaba haciendo. En algún lugar de la Ciudad, él agregó alguna oración con lo sucedido, y apretó “send”. Sólo C5n acudiría. O mejor dicho, una periodista llamada Gabriela Carchak, que llegó rápidamente en un móvil. Agitada, me llamó para ubicarnos y, como correspondía, le presenté a Diego, el vocero autorizado. Prendieron las cámaras, Diego denunció el ataque, y luego, las cámaras volvieron a apagarse. Nos vamos, ya no hay nada que hacer. El corte de vías no iba a tener lugar.

Ya habían pasado 15 minutos o más. Después de deliberar sobre cuándo nos volveríamos a ver, ya estábamos bastante desperdigados. Pero alguien sabía que no nos iba a dejar escapar tan fácil. La mano invisible -azul, verde, azul- nos va a acorralar. Los patrulleros se alejan repentinamente, y aunque no tengo los anteojos, veo que vuelve el verde. Acechantes, corren, gritan. Bajan del terraplén y vienen hacia nosotros. ¿Acaso iban a dejar que unos negros muertos de hambre, unos pendejos escuálidos y blancuzcos con poca calle y mucha letra, unas mujeres gordas y pobres, les marcaran la cancha? No, sin duda que no.

Gritamos avisando a los que estaban atrás. Intentamos que se alejaran las mujeres y los niños. Y así, entrelazados, como pudimos armamos un cordón para afrontar a las bestias que venían decididas a darnos una lección. Me sentí en la tribu, como la primera vez. Ya no importaban mis documentos, mis minutas. Ni los congresos, ni las fracciones. Era un cuerpo ofreciendo su soporte a otros cuerpos, para entre compañeros, resistir. Cuando algo así ocurre, los trotskistas disidentes no se distinguen demasiado de los oficialistas. Resistimos. Bastones, piedras, gritos.

Hubo tiempo para apelar a los métodos más inverosímiles. Grande habrá sido la sorpresa de una familia que almorzaba en la calle, disfrutando de lo que para ellos era un hermoso día, cuando me vieron gritando “permiso, permiso”. Les saqué las botellas de vino, los vasos y los platos que tenían en la mesa, y llegué a arrojarlos todos, para tratar de cazar alguno de ellos. Qué ingenuo: la resistencia tiene eso. No tardé en oír que eran balas y piedras, contra sólo piedras.

Escucho más gritos, llanto, cuerpos que caen, que se aturden. No tenía tiempo de ver que pasaba, pero atrás mío, Mariano ya respiraba por última vez.

No había héroes: los héroes van a la batalla sabiendo que van a ganar. Nosotros sabíamos que íbamos a perder. Lo que no sabíamos es lo que ellos se iban a llevar.

Hoy está nublado y a punto de llover. Doy vueltas por el microcentro buscando las pancartas con su nombre, con su cara, con su foto. Como oliendo las manifestaciones que -añoro-, volverán a copar las calles. O no. La última que viene a la mente fue a pocas cuadras de acá. En Tribunales, contra la domiciliaria de Pedraza. Ese día, como si hubiera estado siempre, estaba Gabriela. Ella, con su equipo, pudo grabar lo que sufrimos y salvarnos de una versión sindical de la “teoría de los demonios” -que muchos, sin embargo, no dudaron en enarbolar-.

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Aunque ya no revisto en ningún batallón, 11 años después de ese día, recordar no es una opción libremente elegida. Es una imposición del cuerpo que recuerda, por cuenta propia. Como en esas noches de verano en las que entre lágrimas, muchos de los que estuvimos ahí deseamos que las cosas no hubieran sido así. Noches en las que, lo admito, me sentí culpable de estar vivo.

En estas calles no hay polvareda, sólo smog. La gente camina apurada, pero no corre. Nadie quiere desgastarse. La plazoleta está inundada de folletería judiciaria y también del Día de la Lealtad. Aunque la gente brota de todos los rincones, en el microcentro, la soledad es inexorable. Con el Obelisco cerca, uno no puede escaparse, ni decirle a los caminantes que lo ayuden a combatir a nadie. Un hombre prende un cigarrillo, mientras mira el celular. Una mujer cogotea a través de la ventana de un café. El acecho está disimulado en todas las cosas, en nosotros mismos. Me verían como un loco si se los dijera, pero daría lo que fuera por armar un cordón así, con alguno de estos desconocidos, contra lo que fuera. En estos días, yo sólo quiero volver a resistir, y quizás, caer. En el nombre de Mariano.

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