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El Mes del Diego: Maradona, el santo profano

Este octubre, Córdoba se rindió ante un ídolo eterno. El “Mes del Diego” convirtió al Cabildo Histórico en una catedral del fútbol. Diego Armando Maradona, quien habría cumplido 64 años, volvió a ser protagonista desde la inmortalidad; en las paredes y camisetas, en las palabras y tatuajes, en cada rostro emocionado que caminaba por las calles de La Docta, su espíritu estaba presente como en los gritos de gol que alguna vez hicieron temblar al mundo.
Entre camisetas celestes y blancas, hinchas de toda edad se acercaron con remeras en mano, listas para recibir el estampado de Maradona. La serigrafía era un ritual sencillo pero poderoso: como si, en esa transferencia de tinta, cada camiseta adquiriera un poco de la rebeldía y magia de Diego. Ese símbolo, a la altura del corazón, era más que una imagen; Era un amuleto, un pedazo de Diego que se llevaba en el pecho, casi como un escudo, un tatuaje de alma para recordarnos que nunca fuimos neutrales. Era como si el Diego mismo estuviera ahí, guiñando un ojo cómplice desde la camiseta.
La jornada ofreció un festín de palabras. Gustavo Farías y Oscar Dertycia desmenuzaron al Diego entre anécdotas, recuerdos y contradicciones. Maradona, ese ícono de mil caras, cobraba vida en cada historia contada, en cada verso recitado. Y allí, en ese rincón de Córdoba, el Diego era menos leyenda y más carne, con todas sus cicatrices, sus victorias y sus heridas abiertas. Era el Diego de Fiorito, el pibe que había burlado a los ingleses, el hombre que tantas veces alzó la voz por los que no la tenían.
Pero nada comparado a la experiencia sensorial del gol “a ciegas”. Allí, entre sonidos y susurros, los presentes cerraron los ojos y se transportaron a ese inolvidable 22 de junio de 1986. Sintieron en sus venas el eco de la narración de Víctor Hugo, el latido de los pies del Diego deslizándose entre defensores ingleses. Fue un momento donde el fútbol se convirtió en una epifanía, un instante suspendido en el tiempo en el que todos, por un segundo, fueron Maradona.
Y al final, la piel también quiso rendirle homenaje. Tatuadores listos, como curanderos modernos, tatuaban a Maradona en los brazos y piernas de los que deseaban llevar para siempre. Para muchos, no era solo un tatuaje; era la marca de una fe, una forma de decir que el Diego no solo jugó al fútbol, ​​sino que nos enseñó a soñar, a no doblegarse, a levantarse en cada caída.
Las agrupaciones La Fiorito y La Docta de Dios trajeron sus propios homenajes, y entre canciones y arte en vivo, el Cabildo fue el estadio donde se jugaba el partido más importante: el de mantener viva la llama del Diego. Porque en Córdoba, en cada esquina, en cada camiseta y en cada corazón, Maradona no es un recuerdo; es una presencia eterna, un gol que se sigue gritando en nuestras almas.

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