RE/LECTURAS DE/COLONIALES: "El monstruo" por Juan José Manauta

Hace 528 años se producía la llegada de un grupo de europeos genocidas y extractivistas, colonizadores y evangelizadores a las tierras que hoy conocemos como América Latina. Hoy, 13 de octubre del 2020, compartimos el cuento “El monstruo” [1992] del escritor argentino Juan José Manauta (1919-2013), considerándolo como una contranarrativa que denuncia las violentas prácticas ejercidas por lxs invasorxs y tensiona los imaginarios racistas y patriarcales que aún hoy subalternizan memorias. Lectura compartida de un cuento que reescribe y resignifica el pluriverso contrahegemónico de aquel encuentro intercultural que justificó el posterior genocidio y ultrajamiento de los pueblos del Abya Yala.

Por Matías Morano para Enfant Terrible.

Hace 528 años se producía la llegada de un grupo de europeos genocidas, colonizadores y evangelizadores a las tierras que hoy conocemos como América Latina. Las reescrituras críticas que hoy podemos hacer de aquel encuentro intercultural nos posibilitan desenmascarar la historia racista y patriarcal que fue invisibilizada y transfigurada con perversos objetivos de legitimar el asimétrico poder colonial, matriz de lectura del pensamiento occidental e imperialista, pretendidamente universal y supreso, mediante las voces que emanan de los cantos del dolor. A 528 años, te invitamos a releer una narrativa con tintes decoloniales que reconfigura las visiones del encuentro historizado como armónico, encubrimiento que significó el comienzo de un proceso de aniquilación, violación y subordinación de las mujeres trasformadas en objetos, de las memorias y de los cuerpos dometicados a cruz y espada, de las cosmovisiones disidentes y de las resistencias indígenas, que, como dice la narradora, “desde entonces lo nombro como se nombra el odio”. Nombre que significará muerte, palabra que impondrá una nueva lengua y una nueva estructura social, escritura que adoctrinará una única manera válida de percibir y sentir, que aún hoy, después de 528 años, continúa legitimando la explotación, dominación y evangelización de las comunidades minorizadas del profundo continente que habitamos.

“EL MONSTRUO” POR JUAN JOSÉ MANAUTA

Es muy notable cómo se ciñe la franja que separa la orilla del río con los primeros garabatos del monte en ese rincón (nuestro refugio preferido) relegado y umbrío de la curva Minguerí. Cualquier animal, persona o lo que fuera podía permanecer oculto entre los árboles y no ser visto sino a veinte pasos de la costa (el lugar donde nos hallábamos), en caso de arriesgarse a la descubierta de la playa. Ocurrió, y por eso la presencia del monstruo fue repentina y fatal.

Jhatá quería pescar con fija, pero sin mucho éxito, porque el bañado contiguo a la desembocadura del arroyo había crecido, y era mucha el agua que venía de afuera para que los peces, como en tiempos de seca, se amontonaron allí y fuera fácil atraparlos. Pero Jhatá era paciente con los seres del agua, con los de la selva, y también era paciente en el amor, conmigo. Me penetraba al anochecer, por ejemplo, y nos quedamos quietos, sin mover un solo músculo, durante toda la noche, y solo al amanecer, casi siempre al amanecer, o poco antes, nuestras entrañas comenzaban a latir por sí solas. Allí se generaba lo que venía después. Todo iba siendo cada vez más intenso y caliente: manos, boca, respiración. De a poco llegábamos a un desenlace que parecía no tener fin. Se alejaba y se acercaba. Nos separaba y nos unía al mismo tiempo... Después yo entendía que él había ordenado toda la situación o que la había creado. Si yo podía estar quieta y no agitarse antes de tiempo, era porque él lo inducía, hasta que ambos recibíamos la misma señal que nos permitía y nos obligaba a jadear, aullar, rugir, retorcernos como serpientes, arrullarnos con delicadeza y señorío de pájaros que se aman en el monte.

Quedábamos sin aliento, pero no agitados; lánguidos, no cansados; brumoso el pensamiento, pero iluminados por un sol que se mostraba agradecido y nos dedicaba sus primeros ardores, porque habíamos cumplido con el más importante y sagrado de sus mandatos celestiales.

Era paciente Jhatá, bajo la luna o el sol, conmigo y con los sábalos.

El monstruo era un animal atroz, enorme, el más grande y fiero que se haya visto, de cuatro patas, dos cabezas y otras dos patas colgantes que usaba cuando él mismo se despedazaba.

Esa parte con dos patas y cabeza que parecían humanas se deprendió del cuerpo general, tal como si uno pudiera quitarse un brazo o un pie, sin dolor y sin sangre. Ya en el suelo y actuando por su cuenta, esa parte casi humana del monstruo clavó en la arena una fija con dos puntas hacia arriba y entre ellas apoyó algo: una lanza, más corta que una lanza, roma, o un arco, pero no vi cuerda, flechas ni aljaba que las contuviera. Esa parte del monstruo, la más pequeña y tal vez humana, se colocó detrás de su endiablada lanza mocha y miró como a través de ella con un solo ojo de los dos que tenía. Me encandiló un fogonazo o llamarada roja y oí el trueno que, como todos los truenos, sucedió después del relámpago. Lo miré a Jhatá por saber su opinión, pero Jhatá se hallaba caído de bruces y tenía un enorme buraco en la espalda por donde borbotaba la sangre y se mezclaba con el agua del río. El flujo bermellón se diluía oscuro hacia el Sur, hacia las aguas grandes, y con él flotaba el alma de Jhatá.

El pequeño monstruo, solo él, se acercó a la orilla con la fea y ahora maloliente y callada lanza de fuego en una mano. Dio vuelta el cuerpo de Jhatá, le arrancó el taparrabos, y al ver sus partes dijo algo así:

- Hombre.

Supe entonces que en su espantoso idioma, con esa palabra, quería nombrar a nuestro divino y precioso caraí, que es para nosotras, mujeres, casi como decir amor.

Se me acercó, arrancó también mi chiripá (ya tenía que haber visto mis pechos), miró como si acabara de descubrir pelos en el bajo vientre, amados de Jhatá, y dijo otra palabra extraña y verdaderamente ruin:

- Mujer.

Era una voz aguanosa y soberbia, que impregnaba su boca de apagados y viles pensamientos. Con eso decía cuñá, tan luego cuñá, que nuestros hombres pronuncian con finura y deleite cuando están decididos para el amor, dispuestos a vivir lo que ya he narrado.

Me asió de las mechas, pero no en broma como lo hacía Jhatá. Me tiró al suelo y me arrastró hasta más allá de donde esperaba en calma la parte grande de cuatro patas.

Se quitó una caparazón como de tatú o mulita o abandonó de repente su vieja piel de vibora. Dejó todo eso sobre la arena. Olía debajo a pescado podrido, a yacaré muerto o a algo peor. Se quitó otra piel más fina y quedó desnudo. Era blanco leche (cambí), sucio, peludo. Pensé que se quita otra piel más, pero en cambio se echó sobre mí y me poseyó extrañamente, moviéndose como si me castigara al mismo tiempo o me quisiera ahorcar. Después dijo otra vez algo adverso, blandiendo amenazante su lanza roma y estruendosa.

- Arcabuz (sin equivalente en nuestra lengua), dando a entender (como si ya no se supiera) que desde allí había partido la desgracia.

Se golpeó el pecho y tuvo un gesto amable y altanero. Pronunció:

- José… -hablando de sí mismo.

Desde entonces lo nombro como se nombra el odio: “José Arcabuz, el que trajo la muerte”.

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La memoria histórica está en disputa. La historia se escribe todos los días. 528 años de resistencias y rebeldías indígenas, negras y populares en Abya Yala fortaleciendo semillas.

Por Matías Morano para Enfant Terrible.

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