La cruz caída: cuando la poesía enterrada ve la luz

En la inauguración de un cementerio se desarrolla una profunda conversación entre un trabajador pueblerino y un empresario. La charla prometía ser breve, pero desencadena en un intercambio de enunciaciones impostergables. Allí se manifiesta lo vital en la muerte y la mortandad en la vida; se descubre la ignorancia en los vivos y la sabiduría en los sepultados; se aprecia la oscuridad de la luz y la luminosidad de lo oscuro. La verdad no es patrimonio de los seres vivos con consciencia. Los guardianes de lo verdadero son los muertos. Pueden acercarse a esta experiencia escénica en La Balsa Teatro

La Cruz Caída es una obra de teatro que logra expresar ideas de elevada magnitud a través del cuerpo de un hombre típicamente pueblerino. Es extremadamente difícil depositar una densa carga conceptual en un personaje marcadamente popular sin que ello se convierta en algo inverosímil. Ante esto, la Cruz caída desarrolla su trama sin que en ningún momento se perciba un mecanismo forzado. Como espectadores aceptamos con naturalidad el hecho de que determinados contenidos complejos sean expresados por “ciudadanos de a pie”.

El prejuicio inicial se revierte, las verdades dejan de ser propiedad de los intelectuales y el pacto ficcional que se logra con el público es de un grado tan satisfactorio que cuesta imaginar las ideas expresada en otro tipo de personajes

La riqueza conceptual de la obra se desarrolla en una temática sencilla: en un pueblo pequeño se precipita la inauguración de un cementerio y nuestro personaje pueblerino, Romualdo, es el sepulturero. La muerte llega al pueblo para revitalizar su paraje detenido. La clausura del pulso vital de unos, habilita el renacimiento de la vida de otros. El sepulturero, se prepara con dedicación para el evento. Sin embargo, se demora en un intercambio que prometía ser breve y circunstancial, pero cuyo desarrollo desencadena en un intercambio prolongado con enunciaciones impostergables.

Si bien en la charla participan dos personas, en escena vemos y escuchamos a una. En esta ocasión, solo Romualdo adquiere presencia. En esta obra el empresario es mudo e invisible, y el hombre del pueblo es quien tiene cuerpo y voz. El hombre rico sin figura ni texto se ve obligado a oír las palabras de un trabajador que suele desgastar su cuerpo para el negocio y el disfrute de otros. Ahora, aquel que nunca era escuchado impone su verdad mediante la fuerza de sus palabras.

La Cruz caída insiste durante todo su desarrollo en la disputa de los lugares comunes otorgando fortaleza al débil e impotencia al fuerte. Se pone de manifiesto una contundente redisposición de los roles habituales. Los conceptos se reconfiguran. Los términos abandonan su definición tradicional para ser complejizados a la luz de sus opuestos. En el discurso de Romualdo observamos una dialéctica entre concepciones contradictorias que enriquecen ambos lados y permiten un grado de reflexión distinto, inesperado, audaz.

La belleza poética aparece allí, en ese constante juego al que se someten los conceptos. Las palabras se tensan, se expanden y encuentran una verdad inesperada en su opuesto. La Cruz caída encuentra lo vital en la muerte y la mortandad en la vida; descubre la ignorancia en los vivos y la sabiduría en los sepultados; aprecia la oscuridad de la luz y la luminosidad de lo oscuro. Aquí la verdad no es patrimonio de los seres vivos con consciencia. Los guardianes de lo verdadero son los muertos, ellos son los protagonistas de la historia de modo pleno. Nosotros somos meras copias vacías, perdemos nuestra sustancia en un presente continuo que no permite la constitución de hechos significativos. La nada se encuentra en el plano de lo vivo, el ser en el imperio de los muertos.  

Una de las claves para comprender cómo esta obra logra desarrollar una potencia discursiva a través de personajes a priori simples, reside en el excelente trabajo teatral del equipo a cargo de La Cruz caída. La tónica conseguida por el director Cristián Durban, permite conciliar aquellos campos que parecen inconciliables. El registro de la obra permite un marco adecuado en el cual ninguna palabra expresada por Romualdo parezca artificial o disonante a lo desplegado.

La naturalidad del desarrollo escénico se sostiene en el equilibrio entre las contradicciones dialécticas. Nunca se percibe un desbalance entre lo alegre y lo triste, lo oscuro y lo luminoso, lo serio y lo cómico.

Ese médium dialéctico da lugar a una naturalidad propia de lo cotidiano que habilita un despliegue veraz de las profundas ideas elaboradas. Esto se debe a que las nociones complejas no aparecen de modo inmediato y artificial. La obra se toma tiempo para que el desarrollo de la trama permita la aparición de lo complejo como desencadenante de un marco que lo exija. En lugar de optar por lo fugaz y apresurado, la obra se desenvuelve de modo tal que lo expresado aparezca como necesario en su propia lógica. 

El hecho de que parezca fácil y natural lo que vemos en escena es producto de un trabajo sutil y dedicado. Es evidente que esta naturalidad es posible gracias al trabajo actoral de Ariel Martínez Morán quien conquista el escenario con una notable presencia desde el inicio de la obra. Su manera de habitar el espacio escénico induce al espectador a compenetrarse con la obra entre el entusiasmo y la concentración.

La soltura de Ariel Martínez Morán no solo se muestra en su capacidad de expresar con modismos pueblerinos nociones complejas y profundas, sino también en sus recursos corporales y gestuales. Su personaje es producto de una paciente elaboración que conduce a que toda su acción y expresión resulte creíble y esperable. En este marco, resulta interesante el rol de Evangelina Rossa, que funciona como una figura que constantemente recuerda el marco concreto de la obra. La aparición de este personaje refuerza la sensación  de verosimilitud.

Los pulidos gestos, movimientos y expresiones del actor principal se ven enriquecidos por el diálogo que estos entablan con la música. El elemento musical no funciona como un simple agregado decorativo. Los diversos sonidos compuestos y ejecutados en vivo por Enrico Barbizi le imprimen una contextura diferente a los demás elementos desplegados en escena. La música es otro matiz dialéctico en lo que refiere a la construcción total de la obra. La poesía perdería fuerza sin la vibración sonora que la alcanza.

III

La construcción de la obra está tan bien lograda que ingenuamente olvidamos la increíble tarea que se ha resuelto en escena. El prejuicio inicial acerca de la transmisión de lo complejo a través de sujetos terrenales se evapora. La cruz caída descompone las funciones de lo establecido y le brinda otro sentido. No es que el pueblo no tenía ninguna verdad para expresar en el terreno poético, se trataba más bien de nuestro cómodo sentido común que deposita categorías a las cosas y las personas de modo inmediato y artificial. Solo era cuestión de trabajo y paciencia, se trataba de animarse a modificar lo habitual para reconfigurarlo dialécticamente. No existe poesía en la serenidad de lo reglado. Lo bello habita en la franqueza irreverente de la dialéctica jovial.

La cruz caída abandona la estática disposición de lo normado y se propone aventurarse en lo dinámico. El concepto comienza a moverse, se vuelve elástico. La incomodidad irrumpe y se asoma la verdad enterrada de lo que acontece. Para ensanchar los límites de lo esperable se necesita un cambio de posición. Es necesario abandonar la comodidad y empezar a actuar.  Como bien dice Romualdo “necesitamos convicción no esperanza”. La esperanza es lo primero que se pierde. Lo que se precisa es la convicción para crear poesía y desafiar lo establecido.

Licenciado y profesor en Filosofía. Especializado en estética y filosofía del arte. Escribo ensayos y críticas sobre el teatro cordobés, también hablo de eso en “TeatroRadio” (Radio Gen 107.5).

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